El film de culto But I’m A Cheerleader cumple 20 años desde su estreno comercial. Esta comedia romántica se convirtió en icono del cine queer: bastardeada por la crítica pero revalorizada con el paso de los años, se une a las listas de los films más satíricos sobre homosexualidad y género.
Dirigida por Jamie Babbit, la película sienta la contradicción y la parodia desde su título. La protagonista es Megan (Natasha Lyonne, quien volvería a tener un fuerte papel homosexual años más tarde en la serie Orange Is the New Black), una porrista rubia, católica y buena alumna, pero lesbiana aunque ella todavía no lo sabe. Cuando su familia, amigas y novio arman un operativo de acción, Megan cae en un centro de rehabilitación para homosexuales llamado True Directions; allí no solo que tendrá su despertar (homo)sexual sino que encontrará el amor.
Bajo esta premisa el film comienza a desarrollar una rabiosa crítica a una sociedad normalizadora, atravesada por el catolicismo y los roles de género preestablecidos. La directora elige el personaje menos esperado para hacerla homosexual: el estereotipo de niña buena de secundario yanqui, uno de los símbolos del sueño americano. Pero la historia no apunta solo una crítica a la discriminación homosexual sino que pone el ojo sobre los estereotipos de género. Si hay algo llamativo en este film son los escenarios y vestuarios compuestos por chillones rosas y azules que ridiculizan las imposiciones de género. El grupo de jóvenes en proceso de rehabilitación no ofrece demasiada resistencia al proceso de cinco pasos que significaría su “cura”, pero apenas bastan sus expresiones faciales para que este mundo heterosexual y heteronormado se presente como un completo absurdo.
But I’m A Cheerleader es la opera prima de Babbit, directora que luego tendrá sus más grandes éxitos en el área de la televisión con episodios de Gilmore Girls, The L World y Pretty Little Liars. Su inspiración nació desde un centro de rehabilitación de adicciones que dirigía su madre y lo traslada al ámbito de la sexualidad. Así, desde el comienzo la homosexualidad se plantea en el film como una enfermedad plausible de curarse y que requiere una directiva estricta de prohibiciones y actividades que “definen” al género. Uno de los momentos más satíricos y ridículos del film es aquel en el que la directora de la institución (Cathy Moriarty) alienta a sus internados a encontrar el hecho desviado que los ha llevado a convertirse en homosexuales. Desde el humor y el esquema de una comedia romántica, el film desmenuza los mitos y prejuicios que rodearon a la homosexualidad en los años 80 y 90.
El diseño de producción y el arte de But I’m A Cheerleader es tal vez su aspecto más memorable. Con una fuerte influencia del cine queer de John Waters, la visión artificial y moderna de David Lachapelle y una simetría y pulcritud inquietantes, se construyen los escenarios y vestuarios de la película. De manera plástica, como si fuera “la casa de Barbie”, las chicas visten de rosa y usan aspiradoras para encontrarse con su mujer interior. Mientras tanto, los varones aprenden a usar un hacha vestidos de completo azul para poner a prueba su virilidad.
La película también cuenta con la actuación de Clea DuVall en un interesante papel de renegada y niña solitaria. En un rol secundario aparece RuPaul lejos de su look drag, interpretando a un “ex gay” que trabaja en True Directions. También tiene una aparición Julie Delpy.
But I’m A Cheerleader se vuelve un título fundamental dentro del cine queer y más específicamente del cine sobre lesbianas. Una rara avis en varios aspectos ya que no apela a un relato de personajes sufrientes (algo muy común en las películas sobre lesabianas) sino que refleja más bien la extrañeza y ridiculez de un mundo que apela a la normalización. También resulta original que Babbit tome el esquema de las historias de amor hollywoodenses, en general reservadas para historias de chico y chica, para hacer contarnos la historia de amor de dos lesbianas que, poco convencionalmente, triunfa.