La Dolce Vita, el clásico de Federico Fellini, cumplió 60 años y se reestrenó remasterizada en 4K para el deleite de todos los que pensamos que el cine de Fellini está hecho para ser visto en una sala de cine. Pocas obras de arte surgidas como una lectura de época pueden jactarse de seguir siendo actuales después de tanto tiempo, y el film del director italiano puede hacerlo por una razón fundamental: su análisis ácido del poder de los medios y la explotación de la imagen como vía para construir una nueva realidad mediática, está en sintonía con la era de las redes sociales y su culto de la sobreexposición. El film está estructurado informalmente en una serie de episodios cuyo nexo es el personaje de Marcello (Mastroianni), un periodista rodeado de paparazzos (fotógrafos) que lo acompañan en su búsqueda de la primicia, pero también en su paseo voyeurístico a través de una sucesión de fiestas privadas en una Roma aristocrática de vacíos existenciales y excesos burgueses.
En su ensayo Sobre la fotografía (1975), Susan Sontag exploró la idea de la acción fotográfica como una acto intrusivo que suponía una forma de cosificación en la que el sujeto fotografiado pasa a ser poseído simbólicamente. Una década antes, Fellini incorpora esta idea de la fotografía como un acto posesivo y lo personifica en la práctica periodística. A lo largo de la película, el lenguaje corporal de los fotógrafos es el de un animal obsesionado con su presa, se cuelgan de autos en movimiento, trepan muros imposibles y corren a lo largo de toda la Vía Veneto. El trofeo de caza es una imagen que será funcional a una realidad que responde a arquetipos, ya sea si la retratada es la estrella sex symbol de la que solo se requiere que sonría y potencie su sexualidad, o los niños humildes que tienen una visión de la virgen y deben posar en el abandono como estatuas angelicales.
La Dolce Vita es el punto de inflexión definitivo entre el periodo neorrealista del cineasta italiano y el surgimiento de una segunda etapa marcada por el surrealismo y la experimentación. Es un punto de quiebre que condensa muchas de las obsesiones de ambos Fellini: están las prostitutas de barrios bajos de Las noches de Cabiria (1957), la juventud provinciana de la post guerra de Los inútiles (1953) y los payasos tristes de La strada (1954). Pero también esta la extravagancia decadente y el erotismo mecánico de películas como Satyricon (1968) y Casanova (1976), el realismo mágico de Giulietta de los espíritus (1965), la introspección de 8 ½ (1963) y una aversión por la estructura narrativa clásica que se convertiría en el leitmotiv del Fellini post neorrealismo.
Como punto de transición, el film toma mucha de la simbología del universo clásico de Fellini y lo trastoca. Durante la secuencia inicial podemos ver una estatua de Jesucristo sacada completamente de su contexto tradicional. Está colgando de un helicóptero, es metalizada y sobrevuela por las terrazas de Roma mientras los pilotos coquetean con jóvenes en bikini tomando sol. Lo mismo ocurre con el episodio de los niños que ven a la virgen, en el que todo está marcado por una espectacularidad caricaturesca con reflectores, coberturas televisivas y ansiedad generalizada. Fellini juega a desmitificar la iconografía religiosa arrancándola de los templos para ubicarla en los espacios más absurdos posibles. Lo mismo hace con los símbolos costumbristas y tradicionales, las figuras paternas se despojan de todo idealismo (se emborrachan con sus hijos o los asesinan), la familia patriarcal se quiebra y la ingenuidad rural se transforma en cinismo urbano.
En su análisis constante del poder de la imagen y su juego con la ambigüedad entre lo que se visualiza en ella y lo que subyace, Fellini configura una idea de la artificialidad usando como objeto de estudio a la aristocracia mientras se obsesiona con la insatisfacción burguesa. Detrás del libertinaje se esconde una profunda amargura que atraviesa a absolutamente todos los personajes del film. Está la actriz cosificada por el mundo entero y que posa frente a las cámaras al mismo tiempo que es golpeada por su marido, la niña rica que sube prostitutas a su auto y va a tener sexo a los barrios bajos para sentirse un poco más viva, el aristócrata que decide cometer una masacre para liberar a sus seres queridos de una existencia vacía, y el periodista galán que tiene que lidiar con una relación enfermiza y la pérdida de rumbo profesional.
La inercia de fiestas y excesos culmina con una resaca marcada por un acto trágico, violento y disruptivo que ocasiona el derrumbe de la estructura y los ideales morales que sostienen al personaje encarnado por Mastroianni. El epílogo más enigmático de la filmografía de Fellini comienza con una orgía más deprimente que sensual, y culmina con una secuencia en un playa cargada de simbología que incluye la aparición de un pez gigante y deforme. En los minutos finales, Marcello se reencuentra con una adolescente ajena a su entorno burgués con la que ya había mantenido una conversación, pero esta vez es imposible establecer comunicación. No logran oírse por lo que se limitan a saludarse con gestos. La despedida con la que cierra el último plano de la película es ambigua. ¿El personaje de Mastroianni está renunciando a toda posibilidad de redención despidiéndose de una joven que representa su propia inocencia? ¿Es Fellini el que despide una forma de hacer cine para reencarnar en otra? La Dolce Vita se funde a negro y deja varios sabores de boca. No todos son dulces.