Hay una especie de consenso unánime entre la crítica especializada que dice que Stop Making Sense (1984) es el mejor registro documental de un recital alguna vez filmado. El director fue Jonathan Demme antes del éxito de El silencio de los inocentes. La banda era Talking Heads en su mejor momento creativo. Treinta y seis años después, como esxs atletas que baten récords que solopueden ser superados por ellxs mismxs, David Byrne, el otrora líder de las cabezas parlanchinas, sube la vara aún más y actualiza aquel prodigioso goce performativo de los ochenta con American Utopia, una gira que culminó en las tablas de Broadway y que nos llega, esta vez, a través la lente de Spike Lee.
“No tengo nada en contra de hacer playback o usar pistas, pero en este caso todo lo que escuchan es tocado por esta banda increíble”, aclara David promediando el show en uno de sus varios monólogos. Lxs periodistas no lo creen, ni siquiera sus amigos más cercanos. Porque la gira de ese último disco homónimo editado en 2018, que pasó por Buenos Aires ese mismo marzo, no se trató de un número de meros conciertos tal como los conocemos los mortales.
Lo que hay en este caso es un escenario prístino, vacío, apenas unas cortinas de metal plateado como toda escenografía. Nada de cables, micrófonos, equipos o utilería de cualquier tipo. Como en Stop Making Sense, primero aparece David solo, pero en vez de hacer una versión acústica de “Psycho Killer”, canta “Here” de su ultimo trabajo con un cerebro de plástico en la mano. De inmediato se suman dos bailarinxs que también hacen coros. Después cinco, ocho y para el sexto tema ya son doce músicxs en trance en una danza demencial. Todxs con sendos trajes grises y soportes para colgarse sus instrumentos y volverse completamente móviles e inalámbricxs. El cuerpo de la batería se la reparten entre tres, al tecladista le fabricaron una especie de bandeja aparatosa que de todas formas no le impide tocar y bailar. Más allá del escamoteo visual técnico, la banda suena perfecta mientras bailan, actúan (ponen el cuerpo con gran expresividad teatral), intercambian instrumentos y sincronizan coreografías complejas a lo largo de 21 canciones por casi dos horas. Y todo como si estuvieran jugando con gran placer y alegría, porque parece simple y la felicidad es total pero lo que hacen es dificilísimo. La palabra espectáculo nunca estuvo mejor puesta.
David prosigue en esa misma pausa, para que lxs desconfiadxs acepten de una vez que no hay ningún truco: “Voy a presentar a la banda y van a escuchar cómo se va armando la siguiente canción en frente de sus oídos”. Así, en fila, lxs músicxs -un crisol entre hombres, mujeres, blancos, afro, anglos y latinos- van sumando sus sonidos al escuchar su nombre y país de origen. Se produce la magia y se va materializando en el éter nada menos que “Born Under Punches (The Heat Goes On)“, tema que abre Remain in Light (1980), el disco cúlmine de Talking Heads. Atemporal y a la vez clave para comprender una época, es uno de los álbumes más sorprendentes y fundamentales de la historia de la música moderna. Incluso si sacamos todo ese concepto tan atractivo que mezcla teatro, danza y hasta algo de clown, la lista de temas por sí sola ya es imbatible.
Imposible evitar el jugoso repertorio de su antigua banda, aquellos clásicos eternos se suceden hasta copar casi la mitad del setlist. “Don’t Worry About the Government” calienta motores; al son de la siempre tierna “This Must Be the Place” vemos cómo David, con el doble de edad, cambió los ejercicios de cardio de Stop Making Sense, donde se corría todo -incluso en la etapa aguda de la cuarentena hubo quien lo sugirió como video de entrenamiento doméstico-, por una curiosa coreo entre yoga y algo así como cortar una tabla para una picada. Sigue un punto altísimo con el segmento “negro” a puro jolgorio rítmico: el afrobeat de “I Zimbra” y la vibra góspel de “Slippery People“, donde la mitad de la docena de cuerpos en escena hace percusión, entre congas, bongos, maracas, cencerros y lo que exista para golpear. Tampoco faltan “Once in a Lifetime” con sus espasmos correspondientes, “Burning Down the House” y “Road to Nowhere“, que con su pulso marcial parece más que acorde para esta banda que no se puede quedar quieta.
Con un hincapié en su último disco también titulado American Utopia, el resto consiste en un popurrí de la carrera solista de Byrne: un par de joyitas de Grown Backwards (2004) como “Lazy” -quizás su mayor hit solista- y sus colaboraciones con St. Vincent, Brian Eno y The Brighton Port Authority. Hacia el final, la cuestión se vuelve explícitamente política con “Hell You Talmbout“, un cóver de Janelle Monáe que escupe con furia los nombres de afroamericanos asesinados en los últimos años. Con cada grito evocador, inserts en postproducción muestran las fotos de las víctimas impresas en cuadros gigantes sostenidos por sus seres queridos. Un momento fuerte y de mucha potencia en el cual también se siente la motivación de Spike Lee, cuya obra siempre orbitó alrededor de los conflictos raciales de Estados Unidos. Por lo demás, el registro del cineasta es distante y respetuoso. Más allá de un par de tomas cenitales y juegos de cámara que interactúan con los músicxs, parece que se dio cuenta de que aquello que filmaba era perfecto así tal cual estaba.
David Byrne tiene 68 años y la cabeza completamente blanca. Podría estar jubilado y cuidando a sus nietos. O seguir sacando discos cansinos en automático, sumido en la melancolía de los años de gloria y limitarse a la comodidad de su hogar. Pero no, sigue siendo el mismo freaky fuera de serie que juega como un nene sin importarle nada más que su arte y pasarla bien. Y en ese recorrido se empeña en seguir regalándonos los más hermosos antídotos para salir adelante y levantar ese ánimo caído.