Comienza a discurrir en pantalla la clásica presentación de títulos que caracteriza al maestro Woody Allen: placa negra, letras blancas y “Back O’Town Blues”, de Louis Armstrong, acompañando en el fondo. Después de esto, la primer toma: un avión (extrañamente digitalizado) en pleno vuelo a través del cielo. A continuación conoceremos a Janette, encarnada por la perfecta y estilosa Cate Blanchett, quien, en busca de mayor prestigio social cambia su nombre por el de “Jasmine”. La historia que se nos cuenta es bastante simple: Jasmine es la resplandeciente esposa de Hal, un empresario multimillonario, interpretado por la faceta más seductora de Alec Baldwin (siempre explotada por el director tal y como lo hizo en filmes anteriores). La pareja vive el sueño americano y se codea con la clase social más elevada de Nueva York, en medio de almuerzos ejecutivos y eventos de caridad. Pero como todo sueño americano, la realidad cae sobre nuestros personajes rápidamente: así, el espectador se va enterando de que en realidad la fortuna de Hal ha sido amasada sobre el embuste y, fundamentalmente, con el dinero de otros. Hal es enviado a prisión, donde se suicida, y Jasmine queda como responsable de las deudas económicas y sociales que la deshonra de su esposo le ha dejado. Su hijastro la abandona y es entonces cuando experimenta un colapso nervioso que la mantendrá bajo medicación el resto de la película. Cabe aclarar la perspicaz y acertada actuación de Blanchett que le da vida a una persona tan frágil como neurótica, engendrada desde el humor y el realismo ácidos que Allen aporta a cada uno de sus proyectos. Es más, quizás sin Cate a la cabeza de la mayoría de las escenas, el filme se tornaría un poco más pesado de lo que es. Los guiños, los momentos cómicos y la empatía giran en torno al personaje de Jasmine, mientras el resto está allí para rendirle homenaje. Tras quedar en bancarrota, la protagonista deberá acostumbrarse a la vida mundana de la clase media de San Francisco, en casa de su hermana divorciada y también adoptada, Ginger, interpretada por la espontánea e ingenua Sally Hawkins (en un papel medianamente similar al interpretado en Happy-Go-Lucky, si de frescura y soltura se trata). Entre psicosis y psicosis y auspiciada por Xanax, Jasmine conseguirá un trabajo, estudiará computación y conocerá a hombres inútiles que le recordarán su ostentosa vida pasada. El relato va brincando de pasado a presente alrededor de los 98 minutos, hilvanando los las vivencias de diversos personajes, a través de una fotografía impecable de Javier Aguirresarobe (también DF de Vicky Cristina Barcelona) y toda la narratividad y expresividad que un filme de Allen tiene o, por lo menos, debería tener. Las desilusiones amorosas, las crisis nerviosas y financieras, las infidelidades, los engaños y las nuevas oportunidades serán las temáticas entrelazadas sobre una excelentísima banda sonora, acorde a los finos gustos del director manhattense, mientras que la soberbia, la confianza, los miedos, la riqueza, la familia y la humildad son los valores que se van poniendo en juego escena a escena. Woody Allen vuelve a revisar bajo el tapete de las clases sociales para crear una obra natural, elocuente y simple. Deja atrás el componente fantástico/imaginario tan presente a lo largo de su filmografía (desde The purple rose of Cairo hasta Midnight in Paris) para relatar hechos y acciones cotidianos del devenir humano, adornados por los lujos y los desperdicios de la vida moderna. Una vez más, Woody Allen se sube al ring como un perfeccionista en la dirección de actores y un minimalista de guiones que, despojados de tanto suceso, terminan siendo crudamente fieles.