Los hermanos Taviani bien saben lo que hacen. Es que llevar al cine una obra teatral shakespeariana, como lo es Julio César, no es ni siquiera posible sin caer en las modalidades básicas de los otros filmes de la historia que han intentado adaptarla. Pero para éstos italianos se les dio fácil, o al menos, eso aparenta esta gran obra cinematográfica contemporánea, que marcará un antes y un después si de adaptaciones teatrales se trata. Es que a través de cierto misticismo, Paolo y Vittorio nos introducen en un nuevo sub-género del séptimo arte: el docuficción o “falso documental”. Este híbrido apartado dentro de la historia del cine prefiere proyectos más crudos, más “objetivos”, aunque las puestas de cámara y en escena sean totalmente permisibles. Así se nos propone una historia un tanto particular: el reconocido profesor de teatro Fabio Cavalli comienza a dictar cursos de dramaturgia en la cárcel de Rebibbia, en Roma. Un grupo de reos (Salvatore, Giovanni, Antonio, Cosimo, Vincenzo, Francesco, el argentino Juan y demás) participarán de un casting (increíblemente plasmado en imágenes en blanco y negro, en planos cortos y con las voces en primer plano sonoro) para conseguir un papel en la obra, a estrenarse en el teatro de Rebibbia. De esta manera, se nos introduce de lleno a la vida presidaria, para compartir con nuestros simpáticos reos los días y noches de ensayo dentro de la penitenciaría. Poco a poco, cada uno de los personajes principales encontrará la manera de identificarse con su correspondiente personaje de la obra, permitiendo entrever cómo éstos últimos van carcomiendo y rellenando la vida de los primeros. Es que estos presos están condenados a cadena perpetua y el contacto casi efímero con el arte les devuelve la esperanza y las ansias de libertad. El hombre deshumanizado (por crímenes, robos y demás) se vuelve a humanizar, hallándose en personajes legendarios de habla inglesa. La película, técnicamente hablando, es una maravilla. Logra que el espectador se mantenga atento la hora y cuarto de filme gracias a una fotografía enamorante, un sonido imponente y una increíble dirección de actores (basada en actuaciones puramente teatrales). Hay dos momentos fotográficos particulares: el pasado y el presente, a los cuales les corresponde el blanco y negro y una vívida paleta cálida respectivamente, que también logran ese efecto de habernos trasladado del cine al teatro. Los límites entre uno y otro se ponen en juego constantemente y eso le aporta un dinamismo tanto a lo audiovisual como a lo narrativo. La obra de Shakespeare se ve resumida en un montaje directo y elocuente, que permite el natural devenir de las acciones. A partir de los ensayos con los personajes vamos avanzando sobre la obra y para el final de la misma ya se nos traslada directamente a la butaca del teatro de Rabibbia, donde adquiere importancia la escenografía, el vestuario y la utilería. La iluminación del filme generalmente es del tipo artificial y brillante, generando contrastes suaves en el blanco y negro y una saturación excesiva del color, aportando un clima totalmente diferente al que nos vemos expuestos.
“César debe morir” es un retrato no sólo de un pasado literario, sino del actual estado de la sociedad moderna, que considera al preso como un monstruo enjaulado al cual automáticamente se le extinguen las culpas y las pasiones. Pero estos reos, al entrar en contacto con un nuevo propósito, el de hacer arte, descubren que la libertad va más allá de las rejas y que, en realidad, es un mero estado de la mente. Homicidas, narcotraficantes, ladrones y malhechores dedican su condena en pos de algo superior, por lo menos para redimirse consigo mismos. Para aplaudir de pie.