Parece que a Denis Villeneuve le gustan los desafíos. Después de salir airoso ante el enorme riesgo de filmar una especie de secuela de un film tan querido y emblemático como Blade Runner (Ridley Scott, 1982), ahora decidió hacer lo propio con Dune, una obra literaria de ciencia ficción firmada por Frank Herbert en 1965 cuyo fallido derrotero para adaptar al cine cuenta con varias décadas y la frustración de grandes nombres de la industria.
Repasemos: primero fueron los delirios de magnitudes mesiánicas de Alejandro Jodorowsky. Como tenía carta blanca por parte de los productores por el inesperado éxito de una película tan radical y poco comercial como fue La montaña sagrada (1973), el realizador chileno quiso hacer de Dune un film de más de 10 horas que expandiera la mente de los espectadores; crear, según sus palabras, un verdadero profeta, “un Dios cinematográfico”. Y para esto, cual gurú lunático fue convenciendo a las personalidades más sobresalientes del momento hasta formar un dream team de no creer: Jean “Moebius” Giraud, Salvador Dalí, Orson Welles, Mick Jagger, Pink Floyd, además del artista gráfico H. R. Giger -quien luego crearía el monstruo de Alien-, entre otros. Como era de esperar, no hubo presupuesto que pudiera bancar sus sueños más salvajes.
Después de más de dos años de trabajo, el proyecto quedó trunco dejando solo un libro enorme con los storyboards de Moebius y cada detalle de Dune, una obra espectacular -material que luego se transformó en el cómic El Incal– que influenciaría la saga de Star Wars y gran parte del cine de ciencia ficción posterior. Toda la mística de “la mejor película jamás hecha” está narrada en el excelente documental Jodorowsky’s Dune (2013), que se puede encontrar en YouTube con subtítulos. Realmente no tiene desperdicio.
Finalmente, otro productor compró los derechos de Dune. Ridley Scott intentó un guion que no fue aprobado, incluso el propio Herbert presentó un script para una película de tres horas que tampoco funcionó. Ya en la década de los ochenta, el proyecto seguía parado hasta que le llegó la propuesta a David Lynch, que hizo lo que pudo en la eterna puja con los productores entre la prevalencia de la viabilidad comercial o del valor artístico. El mayor problema, que excedió la voluntad del creador de Twin Peaks, fue el gran recorte de escenas que se realizó en posproducción para que la duración del metraje sea de un poco más de dos horas.
El resultado final fue un film encorsetado con huecos en la trama, saltos en el desarrollo de los personajes e incongruencia de ritmos narrativos. Luego, la Dune de Lynch (estrenada en 1984, disponible en Netflix) fue considerada, tanto por él como por parte de la crítica y público, como la gran mancha de una filmografía excepcional en su haber. Pero más allá del desacertado montaje y efectos especiales que hoy resultan hilarantes, es una película que se disfruta de todas formas, porque su versión es buena, tiene la típica impronta enrarecida lyncheana y una gran inventiva en el diseño de personajes y planetas que además no le teme a rozar lo kitsch. No hay nada de esto en la nueva versión de Villeneuve, correcta y sobria pero bastante impersonal y deslucida.
Es el año 10.191 y el planeta desértico Arrakis, también conocido como Dune, es un punto estratégico fundamental en el universo por ser el único en poseer la “especie”, una droga capaz de extender la vida humana y plegar el espacio logrando viajes interestelares sin moverse. Allí viven los peligrosos Fremen, escondidos en las profundidades de las dunas a salvo de gusanos mortíferos gigantes pero sometidos sistemáticamente por el imperialismo extractivista de los Harkonnen, oriundos del planeta Giedi Prime.
Los buenos de esta historia son los de la Casa Atreides, del planeta Caladan. El emperador Padishah, la autoridad máxima del universo, le pide al duque Leto Atreides (Oscar Isaac) que sea el nuevo administrador de Arrakis y se encargue de comercializar la especie de manera más justa. La guerra interplanetaria por los recursos es inminente y allí va él con sus asesores y familia: su mujer Lady Jessica (Rebecca Ferguson) y su hijo y heredero Paul (Timothée Chalamet), el gran protagonista de Dune, una especie de Luke Skywalker que en vez de practicar con La Fuerza, entrena La Voz, guiado por los dotes de bruja de su madre.
Frank Herbert creó en su novela un universo complejo que, como vimos, no cabe en una película -de hecho, en el 2000 se hizo una miniserie de tres capítulos que dejó conforme a los fans en cuanto a la fidelidad del texto original-, así que esta Dune que se acaba de estrenar es solo una primera parte, hecho que hasta ahora es lo que más críticas negativas generó. Con este formato, Villeneuve tiene más espacio para una mejor adaptación y para continuar con cierto ritmo parsimonioso que ya aplicó en su Blade Runner 2049 (2017).
Sin embargo, no hay demasiada profundidad en el desarrollo de personajes y la idiosincrasia de ese universo, con sus conflictos geopolíticos concretos y sus cosmovisiones metafísicas y esotéricas. El elenco cuenta con grandes figuras -además de los ya mencionados: Charlotte Rampling, Jason Momoa, Josh Brolin, Javier Bardem– y ninguna se destaca especialmente, pero la peor decisión fue castear a Chalamet como Paul: con su languidez y falta de carácter solo aporta un rostro tan perfecto como aburrido.
Con un gran presupuesto y mayor metraje, la nueva Dune debería lucirse en el apartado técnico y estético, pero tampoco. No hay dudas de que todo está diseñado y ejecutado de manera correcta y profesional pero visualmente todo se ve chato y desapasionado, como los personajes. Predomina un diseño de producción minimalista -las naves espaciales son similares a las de Arrival (2016)- y una paleta de colores monocromática donde los planetas y sus habitantes casi no tienen rasgos que los diferencien. Es llamativa la falta de ideas para crear mundos atractivos siguiendo los lineamientos generales de la novela pero prácticamente desde cero, donde todo es posible. En ese sentido, la versión de Lynch es una fiesta.
Con excepción de la mejor escena -también en términos dramáticos-, que involucra un gusano gigante, tampoco hay momentos de espectacularidad visual, las peleas cuerpo a cuerpo no tienen grandes coreografías y las escenas de batalla no son para nada memorables. Esta Dune es como un Juego de tronos espacial sin la épica, por más que haya cantos gregorianos y percusión de todos los calibres en una banda sonora que solo empeora aún más las cosas. Habrá que ver en la segunda parte, cuando se desate la guerra definitiva, si mejora al menos en ese sentido. Porque esto recién fue una especie de introducción bastante tediosa de dos horas y media. El clímax quedó afuera así que Villeneuve todavía está a tiempo de reivindicarse. Veremos. Es una lástima que su visión sea tan insípida, que no tenga algo de la deformidad onírica de Lynch, o del ímpetu vanguardista de Jodorowsky.