El jockey, la nueva película de Luis Ortega, nos obliga a replantearnos conceptos que suponemos básicos como vida, muerte, realidad, locura, identidad y normalidad. Estos son algunos de los tropos que transitan por esta película surrealista que, por momentos, nos sumerge en una atmósfera propia del cine de Luis Buñuel, pero luego nos lleva a la limpidez estética de Pedro Almodóvar o parece invitarnos a una escena absurda de Martín Rejtman.
El jockey es una de las películas argentinas más sobresalientes de este año: es el regreso de Ortega luego de El ángel, es la elegida para representar a nuestro país en los Oscar y una cinta fuera de serie en muchos aspectos. De hecho, el propio director alegó no entender el film, aliviando al público en esta montaña rusa que recorre fabulosos decorados y tiene momentos desopilantes con un protagonista completamente desencajado.
Remo Manfredini es el personaje principal de esta historia: un virtuoso jockey que se encuentra en decadencia, dependiendo de las sustancias, algo desalmado y alienado. Cuando su “mecenas” le pide que se mantenga sobrio para enfrentar una importante carrera, su vida dará un giro inesperado luego de un accidente que parece haber sido fatal.
Para hablar de El jockey y su trama es necesario usar el potencial porque nada se da por sentado. Son los propios personajes quienes actúan como demiurgos y deciden su destino, su no-vida y su no-muerte. El film es una ensalada semiótica pero también una burla de todo aquello. Se ríe de la noción de ídolo, reinventa la forma de estar en el mundo y nos sumerge en un laberinto mental al que es mejor entregarse sin intentar descifrarlo.
El personaje de Remo parece haber sido escrito especialmente para Nahuel Pérez Biscayart, quien despliega una interpretación desquiciada e insolente, como una continuidad más histriónica del propio director y de sí mismo. Por su parte, Úrsula Corberó -la coprotagonista- queda desdibujada en un papel algo lacónico, mientras que el elenco conformado por Daniel Fanego (en la última película de su carrera), Daniel Giménez Cacho, Osmar Nuñez y Roberto Carnaghi, entre otros, brilla por su precisión.
Párrafo aparte merece la fotografía a cargo de Timo Salminen, responsable de muchas películas de Aki Kaurismaki y de la recientemente estrenada Eureka de Lisandro Alonso. En El jockey hace un fino trabajo de composición de cuadros que parecen pinturas renacentistas: los bordes oscuros y una iluminación cálida concéntrica, mientras los sujetos posan estáticos como si fueran modelos frente a un pintor. Esto hace que el aspecto visual sea uno de los pilares fundamentales de esta película que no deja de deslumbrar hasta sus últimos minutos.
Vale también destacar la banda sonora, una herramienta que Ortega nunca subestima. De hecho, otorga a la música un espacio medular en la trama, siendo un elemento clave para la narración. Anacrónico, melancólico, romántico y moderno podrían ser palabras para describir a este director que se va puliendo cada vez más en cada película.
El jockey no puede ser indiferente al espectador. Es incómoda, apela al ridículo y vira hacia la solemnidad. En este film parecen convivir influencias claves para Ortega y se apela al sentido poético del cine, algo que sin dudas está relacionado con la presencia de Fabián Casas como uno de los guionistas.
El jockey no es un film para comprender sino para vivenciar, incluso en los momentos en que su narración cae. La película de Ortega es una verdadera apuesta en una época en la que el cine mainstream se presenta ya digerido. Es un enaltecimiento de la belleza estética y un relato sobre los sujetos que transitan por los márgenes de lo real.