¿Cómo se introducen temas socialmente relevantes como el feminismo en una típica comedia adolescente? No es fácil plantear con verdadero peso este tipo de temáticas sin sacrificar la esencia de un subgénero que se caracteriza por ser ligero y generar humor desde la incorrección política, cuestiones de género incluidas. La comediante Amy Poehler, en su segundo film como directora, no supo resolver esta contradicción de forma y contenido: Moxie no tiene suficiente drama, ni suficiente comedia para compensar el hecho de que apenas se raspa la superficie de una problemática compleja. Aunque esa irreflexión sea deliberada para apostar más hacia el humor, las risas también se quedan cortas: no tiene buenos chistes y no es graciosa. Apenas es entretenida.
Vivian (Hadley Robinson) vuelve al colegio después de las vacaciones, le faltan dos años para finalmente graduarse e ir a la universidad junto a Claudia (Lauren Tsai), su inseparable mejor amiga. Ellas son tímidas, introvertidas, algo insulsas. Transitan el secundario con perfil bajo y nadie se mete con ellas hasta que algo cambia ese primer día de clases, cuando asiste Lucy Hernández (Alycia Pascual-Peña), una nueva compañera. Ella, mulata y latina, rápidamente se diferencia de los demás por enfrentar a Mitchell Wilson (Patrick Schwarzenegger, hijo de Arnold), el infaltable galán machirulo capitán del equipo de futbol americano.
A partir de ese encontronazo y de observar las actitudes de Lucy, Vivian parece tener un repentino interés por detectar y desnaturalizar situaciones de desigualdad de género entre lxs estudiantes y hacer algo al respecto, aunque ni ella ni los espectadores requieren de demasiada lucidez dado el subrayado gruesísimo de un guion tan explícito que resulta molesto. Ya no quiere bajar la cabeza para que los que molestan se aburran y vayan a acosar a otra persona, como en un momento le aconsejó a Lucy que haga. “Gracias por el consejo”, le responde Lucy revoleando los ojos, “pero voy a mantener la cabeza en alto”.
La frase le sigue resonando a Vivian hasta que en su casa le pregunta a la madre (Amy Poehler) si no es de una canción que le cantaba de chica. “Sí, ‘Rebel Girl’ de Bikini Kill”, le responde como si nada. Acto seguido, después de escuchar la canción en YouTube, se va a su cuarto a desempolvar su valija de “juventud desperdiciada”, llena de cassettes, calcos, panfletos y fanzines noventosos. La mecha ya está encendida. El pasado Riot Grrrl de su madre será la última inspiración para crear su propio fanzine de temática feminista y armar un movimiento de mujeres en su colegio. Todo de manera anónima, nadie sabrá que es ella.
Es difícil no preguntarse por qué la madre no está allí con ella revolviendo sus cosas, por qué no le transmitió a su hija de alguna forma esos valores y esa rebeldía. ¿Es un problema de guion que desaprovecha un personaje con gran potencial para usarlo solo de disparador? O quizás, al crecer ese tipo de ideales de juventud, se diluyen sin más ante la resignación y las responsabilidades adultas, al punto de no llegar a la siguiente generación.
Vivian le pone de nombre “Moxie” a su fanzine, una expresión pasada de moda que le escuchó decir a la directora del colegio en un acto. Tener moxie es algo así como tener coraje, carácter o determinación. Un nombre ideal para un fanzine feminista pero no para esta película que, más allá de las buenas intenciones, no tiene nada de eso. No tiene coraje porque se mantiene en un tono edulcorado hasta para tratar -más bien es un “toco y me voy”- denuncias de abuso sexual, esquivando el bulto con un lugar común y una elipsis apresurada para pasar a otra cosa.
La película tampoco tiene carácter al elegir de protagonista a la pibita blanca y rubia sin grandes conflictos ni un ápice de onda -por más que se ponga la campera de cuero de la madre y cante Bikini Kill-, en vez de centrarse en Lucy, un personaje que sí tiene moxie y mayor potencial dramático. Ella misma increpa a su profesor de literatura preguntando por qué todavía se lee El gran Gatsby, ya que para hablar del gran sueño americano habría que contar historias de inmigrantes, minorías raciales o de la clase trabajadora y no sobre los desamores de un millonario blanco. En el fondo de la clase, Vivian la escucha con cara de tonta. Si bien acá el tema es otro, la película parece desatender y contradecir esa misma idea.
Por último, hay una falta de determinación en el tratamiento de tonos y registros por ese constante tire y afloje entre el drama y la comedia. Los diálogos quieren ser ingeniosos y pecan de forzados o incluso absurdos, y hasta hay situaciones en los que el género se descalabra a lo WandaVision como si estuviera la Bruja Escarlata en Westview alterando la realidad para que todo parezca una sitcom de antaño. Este desajuste produce un efecto de extrañamiento que, si bien es un error involuntario, es de lo más interesante que puede ofrecer el film. Porque en líneas generales, este tipo de mensaje feminista más bien básico llega un poco tarde. Hace diez años, esta película tendría sentido.