Hay historias que merecen ser contadas una y otra vez y Drácula es una de ellas. Desde hace más de 100 años el séptimo arte ha ofrecido versiones de la obra de Bram Stoker y el romántico conde chupasangre, al punto de que hay muchas adaptaciones que se diferencian entre sí. Por eso, no es de extrañar que uno de los autores más relevantes del terror actual haya puesto el ojo en esta historia para contar su propia versión.
Robert Eggers apostó por Nosferatu, el título que tuvo la primera adaptación de Drácula en 1922 y que fue elegido por F.W. Murnau y su producción como una forma de evitar pagar derechos de la obra literaria. Desde el momento en que anunció su nueva versión, esta película creó una gran expectativa -aunque a veces esto puede ser un punto en contra-.
Bastante alejado de la adaptación de Francis Ford Coppola de 1992, Eggers se cuela entre la tradición de Murnau y de Werner Herzog, situando la acción en Alemania y acudiendo a recursos clave del Expresionismo alemán -movimiento cinematográfico del cual Nosferatu es una de las películas más representativas-.
El diseño y la construcción del monstruo es otro de los aspectos que la acercan a estas dos películas, aunque también estamos frente a una apuesta novedosa. Aquí, Bill Skarsgård interpreta al vampiro y entrega un Nosferatu malvado, carente de sensualidad y amor, completamente envejecido e incluso asqueroso en su corporalidad.
Nada tiene que ver esta propuesta con el refinamiento romántico de Gary Oldman en el film de Coppola o con la interpretación casi animal de Klaus Kinski para Nosferatu, el vampiro de 1979. Este es un punto a favor para Eggers, ya que las apariciones del monstruo son realmente inquietantes y levantan las fuertes caídas que presenta la narración en varios momentos del film.
Otro de los aspectos loables del film es la magistral fotografía de Jarin Blaschke, quien trabajó con Eggers en toda su filmografía. A través de la escenografía y la iluminación, este film recrea muchas de las claves visuales del cine expresionista y esto lo vuelve realmente hipnótico durante su visionado, cubriendo en varios momentos la pobreza de las actuaciones y la falta de contundencia del guion.
Por la Nosferatu de Eggers circulan referencias a El exorcista, a Black Sabbath (1963) de Mario Bava y a El gabinete del doctor Caligari (1920), además de la propia Nosferatu. De todos modos, uno de los logros del director es la conducción de su cine de autor que presenta un línea estética y narrativa que lo identifica.
Es innegable que lejos han quedado sus inicios como cineasta en los que la historia y la cinematografía se desarrollaban dentro del Art House Horror -tal es el caso de La bruja (2015) y El faro (2019)-, para dar paso a una etapa signada más bien por la grandilocuencia técnica puramente mainstream, tal como vimos en El hombre del norte (2022) y ahora en Nosferatu.
Nosferatu de Eggers tiene momentos maravillosos, sobre todo aquellos que se inscriben en lo pesadillesco. Hace honor al cine de género pero deja una extraña sensación, como si las cosas pudieran haber sido mejores. Desde su protagonista, una Lily-Rose Depp que tiene una entrega total pero no parece ser la correcta para el physique du rol, hasta algunos momentos dramáticos que carecen de profundidad.
Nosferatu es un film para disfrutar en el cine, una pieza de gran carga siniestra que se queda a mitad de camino en el erotismo, el horror y frente a la “personalidad” de las mejores adaptaciones que tuvo la obra de Stoker.