En el cine argentino no abundan las historias protagonizadas por niños. A diferencia de la obra fílmica de países como Irán que suelen retratar pequeños aventureros para cautivar a los espectadores, en Latinoamérica la atención tiende a recaer en el devenir de intrincados personajes adultos. Más aún, pareciera ser que en medio de una realidad rebozante de asuntos como la delincuencia y el narcotráfico, las pequeñas proezas de la vida de un infante no son muy atractivas a nivel cinematográfico.
Por suerte, algunos creadores deciden que vale la pena bucear en historias más intimistas. En esta ocasión, el director y sonidista Gaspar Scheuer eligió enfocar la trama de Delfín, su tercer largometraje, en un niño de 12 años con nombre de animal acuático que vive en una ciudad menor de la provincia de Buenos Aires. Aunque en el filme nunca se la nombra directamente, se trata de Los Toldos, el pueblo natal del director. Scheuer partió de un lugar que conoce de cerca, el escenario de sus primeros años de vida hasta que decidió irse de allí para emprender su carrera artística. En cierto sentido, Delfín puede ser visto como una representación de sus aspiraciones de chico.
Pero el protagonista no es un cineasta sino un músico; es el único habitante de esa localidad que sabe tocar el corno francés. Aquello viene a ser un don y un yugo al mismo tiempo porque el niño es hijo de un obrero de construcción. Por eso, aunque sepa improvisar con lo que encuentra a mano (un embudo y una manguera), no puede costearse su propio corno. Más aún, ni siquiera existe en ese pueblo un profesor capacitado para enseñarle a interpretarlo de forma apropiada.
Delfín aborda ese dilema entre creatividad y pobreza sin caer en los golpes bajos del melodrama. No hace bajadas de línea, ni entrega lecciones morales, solo nos muestra el mundo a través de los ojos de un chico perspicaz que gracias a su carácter decidido termina por dirigir el destino de su progenitor, un hombre que vive superado por las exigencias laborales y económicas. Esto es logrado gracias al carisma y talento natural del joven actor Valentino Catania. En este caso, contratar un niño residente del pueblo y sin experiencia previa frente a las cámaras resultó ser una decisión bastante acertada por parte del director.
Quizá lo mejor de esta obra es que se basa en una historia muy sencilla. Sus escenas conmueven y hacer reír sin usar grandes trucos ni apelar a giros de trama fantasiosos o resoluciones traídas de otra dimensión. Tampoco cae en los clichés del cine costumbrista, ni romantiza la precariedad material de sus personajes principales. Sin embargo, sí deja la puerta abierta para que nos preguntemos de qué modo hemos sido fieles a nuestros sueños de infancia y hasta dónde estamos dispuestos a arriesgarnos por vivir plenamente, sin importar el dinero a nuestra disposición.