Dos Disparos, la última película de Martín Rejtman, empieza en una discoteca, exactamente a donde el director nos había dejado, once años atrás, en su anterior largometraje Los Guantes Mágicos. La música y las luces parecen ser el estímulo perfecto para que los personajes del “padre del Nuevo Cine Argentino” se relajen, gocen y liberen a través del baile todos los pensamientos que reprimen en otros contextos. Bailar es como respirar aire puro. Al volver a su casa, Mariano, un adolescente de clase media, hace algunos largos en la pileta, corta el pasto y encuentra un arma. Sin dudarlo, se sienta en su cama y se da los dos disparos del título, a los que sobrevive: uno en la sien, que lo roza y pega en la pared, y otro en el estómago, que le queda adentro del cuerpo. “Fue un impulso, hacía mucho calor” le explica Mariano al médico. Es que en la lógica de los personajes de Rejtman no hay mucha reflexión para las acciones que emprenden: el joven encontró un arma e hizo lo que se supone que debería hacer con ella, dispararse. Estos dos disparos, muy lejos de ser un final, son el comienzo de esta fascinante y enredada historia en la que un sinfín de personajes disputan el protagonismo escena tras escena, como un abanico que se abre y llega a extremos que, a simple vista, poco tienen que ver con el planteo inicial, pero que siempre de algún modo terminan relacionándose con Mariano, Susana (su madre) o Ezequiel (su hermano). La bala en el estómago repercute en todos. Su profesora de flauta, sus compañeros del cuarteto de flauta barroco y en especial su madre, que intenta tapar el problema ocultando el arma, cuchillos, alicates, tijeras, etc; además de darle a Mariano un celular para que esté “siempre ubicable”, aunque lo único que consigue es perturbar aún más la vida del hijo con un teléfono al que no se le puede disminuir el volumen. Así, el director redobla la apuesta y no son solo despertadores los que suenan (como en sus anteriores películas), sino también un molesto ringtone de celular viejo.
