Una actriz de teatro se para en medio de un escenario desierto. Con los brazos en alto, deja escapar un grito ante el espectador: “¿Pa’ qué tanto teatro?”, dice Holanda parada sobre el vacío. Hace resonar dos libros de un golpe, y vuelve a lanzar un interrogante al aire: “¿Pa’ qué tanto drama? ¿Pa’ qué tanto niño triste?”. Así es como El Grillo, la última película de Matías Herrera Córdoba, cierra su historia bajo la forma de una pregunta que la devuelve al inicio y define la totalidad de su relato: interpelar los pesos de la existencia misma, para animarse a mirar distinto. A partir de esta apuesta, la narrativa se erige como escenario de disputa entre la vida y la muerte, donde la palabra y la imagen devienen ritual para exorcizar los fantasmas propios, y por encima de todo, para desafiarse a vehiculizar la búsqueda del sentido. El punto inicial en que se entreteje la historia propone una situación minimalista. Holanda, una vieja actriz de teatro, visita a su amiga Graciela, que hace ya un tiempo se encuentra afrontando el vacío que dejó la muerte de su marido. Durante un verano asfixiante, las dos mujeres conviven en una casa mientras Holanda repasa las líneas de su nueva obra, y Graciela consuma una relación amorosa con Gabriel, el jardinero que se encarga de cuidarle las plantas. Lejos de sostenerse sobre una lógica narrativa, el relato se apropia del lenguaje cinematográfico para dar expresión a los estados emocionales desde los cuales se construye el vínculo entre aquellos personajes. Siguiendo este camino, la mirada de la cámara y el montaje se articulan para habilitar una construcción del espacio desde el cual se alimenta el relato. El calor sofocante que se extiende sobre los muros de la casa y los cuerpos que la habitan, se traduce en el encierro asfixiante en el cual se ven envueltos los personajes. El afuera queda relegado simplemente a eso: lo que queda desechado, marginado, fuera del campo que se limita a las paredes donde transcurre el mundo de Holanda, Graciela y su amante. Por detrás de ellos, el ojo del director deja ver las ventanas siempre abarrotadas y enrejadas, clausurando visualmente el mundo que va más allá de esa casa. En el patio, un plano registra el horizonte difuminándose entre un alambre de púas, casi como si expresara el estado de detenimiento que aqueja a los protagonistas; una actriz que oscila entre el desencanto y la nostalgia por su trabajo, otra mujer que se come silenciosa el duelo con la muerte. El estado de angustia latente y el estancamiento de los personajes alcanzan su máxima expresión desde un juego doble, entre una cámara que se posa en el espacio, el gesto y la mirada, y unos actores que ponen el cuerpo ante el registro y le dan vida al texto. En ese sentido, los diálogos adquieren un lugar central a partir del cual los personajes se van velando tanto como descubriendo. Apropiándose de los recursos del teatro, la película pone al frente la palabra sin reducirse simplemente a ella, más bien abriéndola al espectro de lo visual para potenciarse recíprocamente y profundizar la capacidad expresiva del relato. Las actuaciones, de esa forma, transitan distintos códigos y registros que a veces rozan la sobre-dramatización, como si emularan el estado emocional exagerado con que los personajes tienden a afrontar su vida. Con cada uno de los elementos que allí se ponen en juego, la atención está centrada en el acto de interrogar, siempre doloroso para los personajes, que convierte simultáneamente a su accionar y a la película misma en un intento por hacer sentido allí donde parece difícil encontrarlo. Si bien llena de climas sombríos y angustiantes, El Grillo no es nunca una película que se sostenga sobre un nihilismo pasivo, sino que se vale del dolor para encontrar allí la fuerza desde la cual construir otro modo de estar en el mundo. En medio de aquella odisea, los personajes oscilan entre la vida y la muerte, entre el desencantamiento y el intento por dotar de sentido la existencia. La historia pone así en escena una convivencia puertas adentro que amenaza ser aislamiento del afuera, pero que esconde también la posibilidad de encontrar otra forma de ser y re-habitar el espacio. Sobre las últimas escenas, hay un giro que en cierto punto trastoca el potencial de la película. La revelación de uno de los personajes empuja la historia hacia un lugar explícitamente obvio y melodramático, donde las sutilezas y las complejidades construidas anteriormente se tambalean. Casi como si se viera tentado por la sobre-dramatización que a veces asumen sus personajes, el director deja atrás la diversidad de capas que daban profundidad a su relato. Por un momento, Graciela y compañía corren el peligro de volverse tan sólo unos niños tristes. Como diría Holanda sobre el final de la película, “¿Pa’ qué tanto drama?”. Funciones: Cine BAMA, todos los días a las 14:20 y a las 19:30 hs.