Había una vez un grupo de cuatro amigos con intereses en común supeditados a uno primordial, de una fuerza vital inconmensurable: la de filmar películas y contar historias, a su manera y como sea. Mariano Llinás, Alejo Moguillansky, Laura Citarella y Agustín Mendilaharzu formaron en 2002 El Pampero Cine, una productora independiente que después de más de una docena de obras en su haber, se sigue reivindicando en su forma política, ética y estética de hacer cine. La eterna rara avis rebelde del alguna vez llamado Nuevo Cine Argentino.
El Pampero es una productora independiente de verdad porque labura por fuera del sistema de producción industrial. No sería raro afirmar que se manejan como una banda punk. Primero que nada, prescinden de la tiranía del productor que exige una estructura de trabajo rígida y vertical, acotada a un presupuesto, fechas límites y una visión comercial de hacer cine. Siempre se bancaron solos en una especie de cooperativa, sin el apoyo estatal del INCAA ni de subsidios extranjeros. Son punks porque se saltean el circuito tradicional de exhibición, y en vez de las salas comerciales eligen el BAFICI para estrenar antes de rotar por los festivales internacionales, y el Malba y otras salas alternativas para mantener las obras en circulación. Son punks porque profesan el Do It Yourself: todos tocan todo y se intercambian en cada película, cual instrumentos musicales, los roles en dirección, producción, guion, montaje y a veces incluso actuación. Son punks porque consiguen los fondos como sea (clases, premios, mecenazgos, encargos para TV) y luego tienen el control y la libertad total para salir a la ruta en caravana a rodar por tiempo indeterminado. Sienten el rodaje como eso, como un viaje, a veces de manera literal: filman en distintas rutas y pueblos bonaerenses (el nombre de la productora y el infaltable agradecimiento al Gaucho Gil en los créditos no son en vano). En esta aventuras todo puede pasar (y fallar) y sin embargo funciona. Se salen con la suya y terminan concretando los proyectos más inverosímiles, aquellos que la industria jamás podría concebir por más dinero que invierta. Como una película de cuatro horas, que después va a parecer corta al lado de una de catorce horas que les tomó diez años de producción, con cientos de personajes e historias de distintos géneros que se disparan a lo largo y ancho del país y el mundo. Pero son punks sobre todo porque son amigos (los actores, la mayoría provenientes del teatro off porteño, también son siempre los mismos, amigotes de una barra ampliada) que se divierten y la pasan de puta madre haciendo lo que les gusta. Las películas de El Pampero te dan ganas de agarrar una cámara y ser como ellos -y sí, la cámara con ser digital ya alcanza, así filman ellos, con equipos accesibles al alcance de cualquiera-. Es cine que hace bien, la alegría de rodar así es generosa, traspasa la pantalla y contagia al que está del otro lado. Si fuese una banda, el pogo sería inmenso.
El Pampero siempre se cuidó que cada una de sus películas sea proyectada en salas haciendo de cada exhibición todo un acontecimiento, pero por motivo de la cuarentena esa costumbre de momento se volvió imposible. Decidieron, en cambio, liberar en internet gran parte de su repertorio para disfrute en el hogar. Un gesto que se agradece infinitamente. A continuación, a modo de guía, un repaso por el material disponible.
Laura Citarella, la señorita misterio
En el catálogo de El Pampero colgado a YouTube encontramos las dos primeras películas de Laura Citarella como directora: Ostende (2011) y La mujer de los perros (2015). Si bien desde lo formal estos trabajos respetan ciertos parámetros de duración y estructura narrativa (convenciones que saltan por los aires cuando dirigen los otros pamperos), sus films quizás sean los más exigentes para el espectador promedio, ese que quiere que “pasen cosas”. En ambas obras la acción es mínima, reinan la sutileza y la contemplación, y es lo vedado, eso que no se dice ni se muestra, lo que lleva adelante el relato. Le toca entonces al espectador empaparse de la intriga propuesta, volverse más activo y llenar esos vacíos de sentido. Y no todos están dispuestos a eso.
En Ostende, la protagonista (Laura Paredes, magnífica) gana un premio que consiste en una estadía fuera de temporada en un hotel venido a menos de esa ciudad balnearia. El ritmo lento y los planos largos reflejan el tedio de esos inusuales días libres: el lugar es triste, no hay casi nadie, y ella parece estar ahí a su pesar. En unos días llegará su novio, así que mientras tanto se entrega al ocio repitiendo pequeñas rutinas. Rápidamente su imaginación acude para darles un verdadero sentido y se dispara ampliando detalles, sonidos y comportamientos extraños que nota en un grupo de huéspedes. Como el chico del bar que le cuenta con miles de detalles una idea para una película, ella ya se hizo la suya propia completando la información que le falta con teorías enrevesadas de posibles secuestros. Hacia el final, el espectador puede involucrarse y preguntarse también qué pasa, coincidir con ella o no. O no preguntarse nada y caer en el sopor inevitable de esos días en Ostende.
Con La mujer de los perros, la apuesta se redobla con esto de escamotear la información. Esta vez Laura dirige junto a la gran Verónica Llinás, quien también le pone el cuerpo a este personaje solitario y enigmático, la mujer perrera en cuestión. Se trata de un registro realista y distante, casi documental, de un año en la vida de esta mujer que vive con una jauría por fuera del sistema, en una especie de casilla que se va armando con materiales varios en una zona bonaerense semirrural. Las estaciones van pasando -los planos generales del entorno natural y sus cambios son hermosos, los de los perros también- y es fascinante observar cómo, tranquila y sin demasiadas complicaciones, se las arregla bien sin dinero: caza, almacena agua de un dique, revuelve la basura y recicla de mil maneras, a veces roba, cierra su rancho antes del invierno y siembra hortalizas en primavera. La cámara no le pierde el rastro en ninguna escena pero la película termina -la potencia estética y narrativa de ese último plano es extraordinaria- y nunca supimos nada concreto de ella. Ni su nombre, ni su pasado, ni siquiera su voz -porque si bien se relaciona con algunas personas nunca la muestran hablando-, mucho menos los motivos de ese presente y miles de inquietudes más. La obra no juzga, solo expone, no hay explicaciones psicologistas ni crítica social. Algunos se pueden deprimir pensando que es una vida horrible, de soledad y desamparo; a otros les parecerá que la mujer vive bien, con lo básico pero siendo libre y dueña de sus actos y decisiones, contenida en compañía de sus pichichos. Otros incluso podrán tener alguna revelación personal. La obra parece chiquita en su economía de recursos de todo tipo pero abre un mundo inmenso en todo lo que omite: el espectador al buscar respuestas se ve obligado a mirar para adentro y así queda desnudo frente a sus propios miedos, prejuicios y sensibilidades.
Alejo Moguillansky, el maestro de la mezcolanza
Si el cine de Laura es minimalista -y el de Mariano, como ya veremos, es pura desmesura-, lo de Alejo Moguillansky quizás sea más personal e inclasificable. Es un cineasta versátil y que filma con inaudita libertad incluso lo que se le impone de imprevisto, nutriéndose de absolutamente cualquier cosa. Así va construyendo un universo particularísimo de capas y capas de sentido, donde obras culturales y hechos históricos de lo más variados dialogan entre sí en un mecanismo que resulta absurdo y culto a la vez. Todo esto enmarcado además en un juego de espejos constante en donde la ficción, lo documental y lo autobiográfico se funden en un híbrido formal que repite de manera obsesiva sus inquietudes personales. En YouTube se pueden ver tres de sus películas: El loro y el cisne (2013), El escarabajo de oro (2015) y La vendedora de fósforos (2017). En todas los protagonistas son artistas alternativos, marginales, periféricos. A veces son ellos mismos, otras veces no pero podrían serlo.
A Alejo le interesa el proceso de creación artística y sus condiciones de producción como objeto a filmar pero también como reflexión sobre su propia obra. Consecuente con esta idea, al rodar no hay planes definitivos, al contrario, es permeable y se deja llevar a la deriva, sin tener claro un objetivo final. En El loro y el cisne -la más floja de las tres- esto es donde más se nota, y lo que comenzó como un documental sobre distintos cuerpos de baile (desde ballets oficiales hasta el grupo de danza y teatro experimental Krapp) derivó en una historia de amor entre el Loro, el sonidista real devenido personaje ficticio a medias, y Luciana Acuña, integrante de Krapp y mujer de Alejo. Alejo contó en una entrevista que la película terminó siendo sobre ella y para ella (en medio del rodaje queda embarazada y siguen improvisando, el registro se convierte en un diario íntimo de la pareja). La insistencia documental de la primera parte del film atenta contra la paciencia del espectador con tanto ensayo colgado y deslucido. Sin embargo, cuando el teatro queda atrás y la narración se ancla en la evolución del romance, la obra se vuelve más amable y desparrama una emotiva ternura. Como en una de las escenas más lindas, con un joven Prietto cuando viajaba al cosmos con Mariano tocando juntos “Verano fatal”, mientras el Loro baila una coreo con los Krapp antes de salir corriendo a Córdoba a buscar a Luciana.
En la hermosísima La vendedora de fósforos, el puntapié inicial y la mixtura de registros son similares pero funciona mucho mejor al mantener el proceso narrativo encauzado. Todo empieza con un encargo real para documentar el montaje de una ópera en el Teatro Colón -basada en el cuento infantil homónimo de Christian Andersen- que rápidamente deviene en una ficción sobre una pareja desbordada que trata de llevar a cabo el armado de la obra entre paros de transporte, huelgas gremiales y malabares cotidianos de todo tipo. Una vez más se trata de artistas independientes tratando de llegar a fin de mes, un espejo de la vida del director y su entorno (la hija de la pareja es Cleo, su propia hija, quien forma parte de su universo metaficcional ya desde la panza). La premisa argumental es simple pero en ella vamos a encontrar muchas cosas perfectamente articuladas. Tenemos el cuento de Andersen que es trágico y conmovedor pero narrado por niñitas que te explota el corazón. Tenemos a la pianista veterana Margarita Fernández y la expresividad infinita de su rostro, su piano y sus piezas clásicas. Tenemos una carta tremenda de un amor de ella que no pudo ser, un guerrillero alemán que reflexiona sobre la resistencia de la música de vanguardia ante la banalidad del consumo burgués. Tenemos un monólogo de izquierda muy lúcido sobre la situación de nuestro país, y de tantos otros. Tenemos a Robert Bresson, a Sergio Leone, a Ennio Morricone… Todo eso, que parece un bardo larguísimo e infumable, forma una obra maestra armónica de apenas una hora de duración.
La última película de Alejo que nos compete es una fiesta delirante y absoluta. El escarabajo de oro se parece más a las cintas de Llinás (co guionista además) por lo que explicarla en pocas líneas resulta una tarea imposible. Además del infaltable registro creativo de un grupo de artistas que esta vez son cineastas -el cine dentro del cine donde ellos hacen de ellos mismos-, tenemos un viaje de rodaje y una ficción que se bifurca en numerosas subtramas en distintos lugares y siglos, disparándose hacia géneros como la aventura, la comedia de enredos, el cine histórico, el cine político, y la road movie. Hay una búsqueda de un tesoro (ahí están las referencias a los piratas de Robert Louis Stevenson y al Edgar Allan Poe del título) pero para encontrarlo tienen que ir a un pueblo de Misiones que se llama Leandro N. Alem (se suceden historias de jesuitas, bandoleros brasileños y se menciona la Guerra de la Triple Alianza de refilón). Como están por filmar una película sobre la escritora sueca feminista Victoria Benedictsson financiados por productores europeos, logran engañarlos a medias y hacer un improbable paralelismo entre la autora y el fundador del Partido Radical (ambos se suicidaron a fines del siglo XIX) para cambiar el guion y los planes de rodaje e ir al pueblito misionero, que aunque se llame igual nada tiene que ver con el político. Entre miles de ideas más, se destacan un par de discursos del siempre genial Rafael Spregelburd sobre colonialismo cultural y las desventajas de ser artista en esta parte marginal del mundo. La profusión de estímulos y data erudita no termina de abrumar por el tono liviano de comedia que se mantiene hasta el final, siendo El escarabajo de oro una de las películas más originales y brillantes de El Pampero. Y, como si fuera poco, también es toda una declaración de principios: la autorreferencialidad y la postura ideológica de la productora y su modo de hacer cine nunca fueron tan explícitas.
Mariano Llinás, la bestia narrativa
Y por último llegamos al principio, al artífice de toda esta hermosa locura que es El Pampero. Esta especie de gaucho ilustrado llamado Mariano Llinás, con su postura indomable a contrapelo de la industria del cine, no deja de demostrar con cada paso en su carrera que hay otras formas de hacer las cosas, que se puede filmar sin ataduras y hacer ficción solo al servicio de ella misma. Él como un simple transmisor, un médium que exorciza entelequias y las deja ser, crecer, ramificarse como un árbol enorme y vital. Tres films (todos disponibles en internet) y casi veinte años después, como era de esperarse, la cosa se salió de control y la obra de la productora, y en especial la de Mariano, fue tejiendo un caos creativo tan revolucionario como necesario para mantener a salvo al cine nacional de un anquilosamiento definitivo.
Después de egresar de la Universidad del Cine (la FUC, alma máter de todos los pamperos), Mariano ganó con un guion un modesto premio de una fundación. En vez de tranzar para conseguir más dinero, empezó a filmar con eso por su cuenta, sumando gente y auto gestionándose con muchísimo esfuerzo por fuera del sistema de producción establecido. Así tuvo la libertad y economía de recursos para engendrar Balnearios (2002), su primer mutante. En esta carta de presentación en forma de documental con partes ficcionadas, ya se vislumbra su maestría en el uso de la voz en off -quizás su seña más característica como autor- y sus pasiones, esas que lo acompañarán a lo largo de su filmografía: viajes, mapas, rutas, hoteles viejos, pueblos mundanos con secretos inverosímiles, la provincia de Buenos Aires y, por supuesto historias, muchas historias, a veces como muñecas rusas unas adentro de otras.
Estructurada en cuatro capítulos, la obra es un catálogo de bizarreadas en torno a las ciudades balnearias, esos lugares extraños que cobran vida solo en el verano. Un buzo se zambulle en la Laguna Mar Chiquita y encuentra carteles de la ciudad sumergida de Miramar, en Córdoba; una sucesión de fotos en blanco y negro y una canción francesa igual de melancólica recrean la historia del hotel de Mar del Sur y su ermitaño dueño -estafas y asesinatos incluidos-; el falso documental sobre el entrañable Zucco, “artista marítimo” cuya obra es una oda a los decadentes balnearios de hormigón y sin mar del interior, un ser tan extravagante como posible. Mención aparte para el sensacional episodio de las playas, todo un estudio antropológico sobre rituales y lugares comunes de la fauna veraneante de la que todos fuimos parte alguna vez. El ensayo es minucioso, extremadamente absurdo y sarcástico, pero no toma distancia, al contrario, apela a la nostalgia y a la complicidad apoyado en imágenes de archivo vintage y caseras. Acá aparece bien patente por primera vez el espíritu del cine de El Pampero y lo que hace que realmente funcione: un humor y un goce tan enormes que solapan cierto virtuosismo y erudición enciclopédica (porque también hay de eso) e impiden caer en solemnidades o esnobismos pretenciosos. La esencia de su futuro cuerpo de películas ya estaba instalada.
Balnearios fue (es) una película excéntrica y diferente, pero todavía chiquita. Le fue bien, un sector del público y de la crítica reconoció que ahí había algo único, valioso. Este primer experimento exitoso fue la llama que encendió la locura, una sensación de invencibilidad, de que todo es posible en términos narrativos y financieros. Mariano básicamente hizo lo que quiso sin caer en una experimentación elitista e imposible. En ese sentido, Historias extraordinarias (2008) fue el primer gran sopapo a la industria del cine y su máquina fordista de hacer films como chorizos. Una película majestuosa de cuatro horas hecha con casi nada, que rescata al cine como mera mercancía y lo devuelve al ámbito del arte sin dejar nunca de cumplir su función de entretenimiento. Mariano Llinás nada menos que como amo y señor de una épica popular y ATP.
En esta ocasión, todo empieza con las historias intercaladas y sin relación entre sí de X, Z y H, tres hombres anónimos, mundanos, grises incluso, que se mueven por paisajes de la pampa igual de aburridos. Pero, como ya sabemos, todo es posible con esta gente así que rápidamente va apareciendo lo extraordinario entre secretos, accidentes y malos entendidos en una maraña de subtramas que crece y crece hasta volverse inabarcable. X (quien no es otro que el mismo Llinás) se ve envuelto en un asesinato que lo autoconfina en un hotel de Azul donde la paranoia y el aburrimiento lo convertirán tanto en un vouyerista como en un detective en pantuflas. Con canciones melosas de una FM tipo Aspen de fondo, todo lo que lee en los diarios y lo que ve por la ventana le servirán para reconstruir hechos y armar las más extrañas teorías. Z es trasladado a un pueblito de la provincia para reemplazar a un tal Cuevas en su puesto de trabajo aburrido y burocrático. Ese hombre ya difunto lo empieza a obsesionar y, como todo en el film, no es lo que parece: su vida fue fantástica y con el constante empuje del azar la empieza a recrear en una especie de búsqueda del tesoro que lo llevará hasta África, mates con un león de por medio en una escena memorable (mientras una producción millonaria como la de The Walking Dead te pone un CGI lamentable de un tigre, los de El Pampero se las rebuscan con dos mangos para usar un león de verdad: dos decisiones éticas y estéticas tan claras como opuestas). Por último H, que por una confusa apuesta entre unos señores que nada tienen que ver con él, recorre el Río Salado en un bote, intentando sacar fotos a los monolitos de una obra de ingeniería que no pudo ser. Termina perdido, con un alemán loco y rodeado de militares.
Estas historias extraordinarias también lo son en su manera particular de desarrollarse. Porque ocurren mil cosas pero estas personas parecen no tener el control de nada. Los tres deambulan, se dejan llevar por las eventualidades y cierta curiosidad, pero ni siquiera hablan: hay una voz en off constante y omnipresente (en realidad son tres) que se encarga de narrar, se anticipa o se adelanta y exterioriza lo que pasa en sus cabezas. El efecto es raro y muy moderno, una especie de cruce entre el lenguaje visual del cine con lo literario en su tradición más clásica, y el teatro performativo en eso de los cuerpos vacíos de identidad que no llegan a ser personajes desenvolviéndose en espacios reales y mundanos, libre de artificios. El mensaje de Mariano parece ser ese: romper con todo lo establecido. Pero claro, irá por más.
Diez años después -y para colmo en plena crisis-, el cine argentino se partió en un antes y un después con la irrupción de La flor (2018), obra magnánima de 14 horas, filmada a lo largo de toda esa década y estrenada en el BAFICI en tres partes durante tres días seguidos en una experiencia cinéfila única que arrasó con espectadores, críticos y jurado al llevarse el premio a mejor película de la Competencia Internacional. Y claro, también excede estas líneas tratar de analizar mínimamente semejante material así que vamos a una descripción más bien básica.
Un diagrama en forma de flor estructura la película en seis capítulos independientes entre sí: cuatro sin final, uno que empieza y termina y un último que arranca empezado pero que concluye. Mariano hace un dibujito explicativo de todo esto al principio del film, sentado al costado de la ruta -dónde sino- y no puede más de osado: nos sigue tirando desafíos como ver historias que sabemos que no terminan en el marco de una obra larguísima. Lo único que tienen en común estos episodios son las cuatro actrices del colectivo teatral indie Piel de Lava (Pilar Gamboa, Elisa Carricajo, Laura Paredes y Valeria Correa), del cual Mariano se enamoró tanto que quiso trabajar con ellas durante todos estos años. Así nació en sociedad este proyecto que unió lo más independiente del cine y el teatro pero que también es un homenaje a ellas, al desenvolvimiento de sus carreras durante esa etapa de sus vidas. La película desde su inicio se pensó en ese sentido y por eso se rodó cronológicamente. Así las vemos crecer -incluso embarazarse-, mejorar y brillar en los más variados roles entre científicas, hechiceras, brujas, cantantes, espías, cautivas, incluso ellas mismas en el infaltable meta-capítulo donde se la pasan discutiendo con el director, hartas del rodaje sin fin. Ellas son flores, son La flor y La flor es para ellas. El amor y el lirismo desborda la pantalla cuando son retratadas en la coda de ese cuarto capítulo.
En los demás episodios tenemos todo un popurrí cinematográfico: el mejor terror y suspenso clase B de la mano de una momia, una banda sonora y un fuera de campo dignos del mismísimo John Carpenter; musical y melodrama en la historia de amor desgastado de un dúo melódico símil Pimpinela; misterio con sectas y alacranes; una a lo James Bond pero con menos presupuesto y más ingenio y corazón, con decenas de locaciones (París, Londres, Berlín, la selva nicaragüense, los trenes nevados de Siberia y muchas más) e idiomas en el espectacular episodio ambientado en la Guerra Fría; comedia y cine mudo en blanco y negro en la recreación de un viejo film francés de Jean Renoir; y una última nota de experimentación con una cámara oscura y el escape a través de La Pampa de unas cautivas del siglo XIX. Claro que hay altibajos y no todo mantiene un nivel excelente pero casi, lo cual es impresionante. Mariano lo hizo de nuevo y a la décima potencia, y si fuera por él, seguiría filmando La flor por siempre. Así lo dijo, porque sabe que va a ser muy difícil superar esto. ¿Cómo se hace para hacer ficción después de LA ficción?
Todas las películas mencionadas se pueden encontrar en el canal de YouTube de El Pampero. La flor, por problemas de autor, fue subida a Kabinett en ocho entregas.