La opción de un cine que apuesta por una mirada cerrada en espacios, tiene un nivel de riesgo, en general, muy alto. Así, muchas películas que buscan plasmar en la gran pantalla, una obra de teatro, puede terminar en un fracaso estrepitoso o en una obra para aplaudir de pie. De eso saben Mike Nichols o Roman Polanski, sólo por dar un par de ejemplos. En paralelo, cuando la escenografía es un juzgado o un tribunal, el costo de asumir una narración que sienta sobre los hombros de los personajes todo el relato y el peso argumental, resulta más complejo aún, teniendo en cuenta que es el espectador quien debe estar atento a lo que ocurre en la pantalla, para no caer en un sueño profundo si lo que se cuenta (o cómo se cuenta) resulta poco atractivo o con poco énfasis por parte de sus protagonistas. En ese sentido, películas como Anatomía de un asesinato o Matar a un ruiseñor fueron verdaderas escuelas de buen hacer, en cuanto a una exposición de lo mejor y peor del common law (sistema anglosajón de justicia) en manos de verdaderos gigantes de la dirección como Otto Preminger o Robert Mulligan y de la actuación, como James Stewart y Gregory Peck. Pero convengamos que son la excepción, no la regla. Basados en esa premisa, los hermanos Ronit y Shlomi Elkabetz, buscan retratar el arcaico sistema judicial en Israel, donde no existe el matrimonio civil, y por tanto cualquier decisión en el ámbito jurídico, debe ser revisada y sentenciada por las autoridades eclesiásticas: los rabinos. Parte de una trilogía sobre el matrimonio y la familia de la cual logramos enterarnos de esta última, luego de ser nominada a varios premios internacionales el año recién pasado, entre ellas, a los Globos de oro a mejor película extranjera, El Divorcio de Viviane Amsalem es un retrato seco y agobiante de ese sistema judicial que obedece a las sombras de un Estado confesional, donde su protagonista, Viviane (la misma co-directora), se encuentra separada de hecho hace años de su marido, Elisha, y busca que éste le conceda el divorcio. Digo le conceda, porque al ser el matrimonio únicamente religioso, son ambas partes las que deben dar el consentimiento para disolver el vínculo. Y Elisha simplemente no quiere dárselo. Nace ahí la exposición de los hechos y de la dura lucha de la mujer por lograr que su marido le dé el divorcio, donde los jueces prácticamente se transforman en meros conciliadores entre ambas partes. El desfile de testigos, que muchas veces demuestran un machismo religioso que linda en la misoginia, grafican lo arcaico de un sistema probatorio que choca con el muro de la tozudez de un marido que se niega a otorgarle la libertad a su esposa. Puede que a veces el relato de los mismos protagonistas resulte redundante, y como consecuencia de eso terminemos agotados como espectadores, pero es el oficio de los directores que mantienen a flote el verdadero martirio que sufre una mujer ante un sistema manejado y pensado para hombres. Aporta, además, a la solidez del film que la actuación contenida de los personajes principales no desborde en los riesgos de caer en la sobreactuación, logrando transformar en metáfora el tedio evidente plasmado en los rostros cansinos de quienes se exponen una y otra vez a una justicia de un dios que no entrega opciones a la mujer cuando decide simplemente tomar otro camino distinto, o cuando derechamente, deja de amar al otro. El Divorcio de Viviane Amsalem es un crudo debate sobre cuánta injerencia tiene la religión en nuestras vidas, y cuando no se la damos, cómo ésta nos obliga hasta el castigo de la humillación con el fin de declarar nuestro derecho a ser libres. Esa libertad que en la Biblia aparece desde su primer libro, cuando nos cuenta que tenemos derecho como seres humanos al libre albedrío. Una libertad con matices. O de mentira. Como lo queramos llamar.