Se acercan las premiaciones de principio de año y algunos títulos empiezan a estar (misteriosamente) en boca de todos. Uno de ellos, que ya ha recolectado varios premios y parece ir en camino de varios más, es Gravity, la película de Alfonso Cuarón que ocurre casi íntegra en el espacio. Los cineastas y la industria cinematográfica en general deberían aprender a respetar que las cosas que ya se han hecho no necesitan ser hechas de nuevo. El inigualable Stanley Kubrick ya nos ofreció una obra maestra, una película única e innovadora pero sobre todo, profunda y con capas de entendimiento que marcó un antes un después para el cine. Nunca antes el espacio había sido tan abrasador, tan tensionante y multifacético. Trabajar con una película en el espacio después de 2001: Odisea en el espacio es, por lo menos un gran desafío y eso requiere tener una buena idea para contar. Cuarón se embarcó en este desafío pero tal vez la idea no fue lo suficientemente buena. Gravity es la típica película que sale de la cocina norteamericana mainstream: sensiblería, grandes efectos, actores que todos reconocen, finales triunfales, enormes tensiones que rozan lo inverosímil que sabemos que tarde o temprano se resolverán para bien, etc. Este es el estilo de grandes directores como James Cameron que crearon una identidad a raíz de este modo de hacer películas y eso lo hace respetable, porque todo efecto, todo llanto, toda tensión está justificada y de forma que nos deja conformes. En Gravity parece que todo sucediera azarosamente, que los sucesos y acciones están poco sustentados y que todo esto es una excusa o un gran capricho para hacer una película que ocurre en el espacio. La película abunda en metáforas de corte moralista que poco agregan a la historia.