Luces de neón que aturden, música de pasos perdidos, espacios que siempre parecen uno nuevo, estilización de lo raro, mujeres con poca ropa, comida que se confunde con sexo… Todo, así mezclado, parece sacado de una película de Tsai Ming-Liang. Pero -ni tan lejos, ni tan cerca- se trata, en realidad, de Help me, Eros (“Bang bang wo ai shen”, 2007), la segunda película de su actor fetiche: Lee Kang-Sheng. Parecido a ese dolor que se impone a la fuerza cuando tomás algo muy frío. Ese dolor aguja clavándose en el ojo que sólo desaparece esperando. Parecido a eso es Help me, Eros. Ah Jie (el mismo Lee Kang-Sheng), arruinado económicamente y, sobre todo, deprimido emocionalmente, se pasa los días encerrado en su casa, viendo televisión y cuidando su plantación casera de marihuana. Tan deprimido está que llama a la asistencia al suicida y comienza a obsesionarse con la voz que lo atiende. La voz de Chyi (Jane Liao), una mujer que primero no es nada pero que, poco a poco, parece transformarse en todas las mujeres del mundo, en todas las fantasías sexuales del mundo. Ah Jie las persigue (mujeres y fantasías) sin saber bien qué rostros ponerles, sin poder dominarlas. Les echa densas corrientes de humo por la nariz, chorros profundos y quemantes que dejan extraviados a todos, incluso a nosotros.
Confundido por la foto de un chateo, sin saber bien detrás de quién va, comienza una relación con Shin (Ivy Yi), una vendedora de golosinas con poca ropa que se entrega a cumplirle todas las fantasías sexuales. Mientras tanto, Chyi, sigue siendo engordada por su marido, un cocinero que testea sus platos con ella que, a su vez, se sumerge en una bañera llena de una especie de anguilas con las que se masturba. Dicho esto, por supuesto que en un momento ya no importa entender lo que pasa y sólo resta dejarse llevar. Lee Kang-Sheng planta cámaras impertérritas a las situaciones, como si sólo pudieran estar donde están, como si allí pertenecieran, favoreciendo los espacios, insuflándolos de oxígeno. Recién desde ahí, los personajes aparecen, actúan, hacen y deshacen sin tener que justificar nada, llenando la pantalla de una poética propia e intransigente, que en este caso vendría a ser lo mismo. No hay mucho más pero, por suerte, para Lee Kang-Sheng, contar situaciones es más importante que contar un argumento. Y eso permite que todo, hasta lo más inverosímil, tenga el tono justo; que hasta lo más extraño, tenga sentido propio; que lo espeluznante se vuelva atractivo.