“El autor no está obligado a ceñirse a los hechos, pues la gente se cree cualquier cosa” dice Robert Zimermann, un gran mentiroso (de hecho, tengo mis dudas respecto de la veracidad de la cita). Por suerte hasta el espectador más inteligente, el más pretendidamente perspicaz conserva esa cualidad al sentarse frente a una película. Si no fuese por eso, I’m Not There, sería un película previsible y conservadora. Porque aquí, a priori, nada de lo que vemos es real pero ¿a quién le importa? Pareciera la única forma de concebir esta extraña biopic sobre Bob Dylan, quizás el mejor músico estadounidense del siglo XX. Una figura ecléctica, mucho misterio sobre su persona, y una biografía sin terminar es la materia prima con la que cuenta Todd Haynes. Esta es una película coral en la que participan distintos Dylans, reestructurados, trabajados a partir de ficcionalizar un aspecto particular del músico. Los relatos se contaminan entre sí, relevándose en la narración, otorgando un ritmo rápido y sin fisuras.
Primero aparece un niño de once años que se hace llamar Woody Guthrie (tal como lo hacía Bob) y luego, un supuesto Arthur Rimbaud que se ocupa de hacer comentarios a lo largo del film. Más tarde aparecerán Cate Blanchett como Judy Quinn, encarnando al rockstar, Christian Bale como el cantor de protesta convertido al catolicismo, y Heath Ledger protagonizando la historia romántica. Para terminar, Richard Gere personifica el lado fugitivo de Bob. Todd Haynes vio a Orson Welles. Y se nota. I’m Not There puede situarse en el medio de dos películas como Citizen Kane y F for Fake. De la primera extrae su estructura particionada, sus pedazos que no aspiran a una totalidad, y así saca la conclusión de lo incognoscible que son los hombres públicos y que lo único posible de ver son sus efectos en los demás. Mientras que de la segunda toma su montaje sincopado, el juego con la veracidad de las imágenes, el gusto por contar historias de manera barroca y exagerada.
Los personajes dialogan en tres niveles: dentro de sus propias historias, al interior de Bob Dylan y por último, con respecto a la propia película y por consiguiente, al arte en general. El mayor riesgo del film es volverse hablado, autorreflexivo, casi en un estilo alegórico. Esto sucede en el último tercio, cuando principalmente el episodio de Cate Blanchett cae en los clichés de las biopics rockeras: las drogas, la supuesta desconexión con el público, las actitudes caprichosas, las declaraciones desmesuradas. Personalmente tengo problemas con los videoclips dentro de las películas: ese lenguaje no profundiza en la sensación, no tiene una filiación con lo real, con lo material que implica el cine. Así, tomando una canción preexistente, se tapa una debilidad en el propio relato con elementos emocionales, externos a la narración.
En este film, sí, hay videoclips, con la diferencia de que están justificados, insertos armónicamente. La variedad de registros experimentados (falso documental, melodrama, road movie), sumado al juego con los formatos (Super 8 en blanco y negro) hace que el videoclip pueda inmiscuirse y no quedar desubicado. También, pensemos, ésta es una película de rock. Existe la posibilidad de que el rock haya muerto. O peor, que se haya convertido en estatuas, marcas de ropa y productos televisivos previsibles.
El rock, al menos en tiempos de Bob Dylan era un lenguaje de la disconformidad a partir del cual se crearon cosas maravillosas que hoy seguimos admirando. Básicamente, lo que no puede dejar de hacer es sorprender y tomar rumbos nuevos cuando parecía agotarse. Este film corría el riesgo de ser un documental un poco más estilizado, cambiando un poco para no cambiar nada al final. Otro producto de consumo más con el rock como protagonista. Pero al elegir la ficción como forma de describir lo real, Haynes sorprende y cambia el paradigma. En F for Fake, Welles dice que Picasso dijo: “El arte es una mentira que nos permite encontrar la verdad.” Algo de eso hay acá.