Teniendo una carrera ya bastante consolidada, Santiago Mitre encara la remake de La patota (Daniel Tinayre, 1960). Muy bien recibida por la crítica y con aire actual y contundente, Dolores Fonzi se pone en la piel de Paulina, una abogada que decide ir a Posadas para dedicarse a la actividad social. Desde la primera escena ya encontramos la centralidad que tendrá el aspecto jurídico: ella y su padre (juez) debatiendo desde un paradigma judicial sobre su arriesgada decisión, resaltando la fuerza de las palabras y la argumentación. Oscar Martínez interpreta a este padre pseudo progresista que lleva como bandera el avance profesional, el escalar posiciones y una visión bastante acotada y clásica de la justicia. Paulina, con una actitud rebelde desde el principio hasta el final (lo cual la vuelve un poco monótona), está en una importante búsqueda de la verdad: una verdad sobre ella misma, sobre lo que realmente significa justicia, intentando derribar los anquilosados cánones jurídicos que parecen condecirse cada vez menos con la realidad. Paulina se instala en Posadas, frente a los peros de su padre y su novio. Se dispone a ser maestra de Formación democrática utilizando métodos poco usuales que confunden un poco a los alumnos acostumbrados a la mano dura de los docentes. Pese a las dificultades que le supone ser la maestra nueva, joven y desconocida, Paulina mantiene una actitud perseverante, incluso después de ser víctima de una violación conjunta. A partir de este hecho, decide no constituirse a sí misma como víctima, por el contrario, busca la verdad, intenta entender, esquivando los métodos de la justicia que ella juzga inútiles. Desde esa matriz el film pone en cuestión tanto los métodos de enseñanza, los contenidos y el adoctrinamiento que se vive dentro de las aulas, como los métodos de la justicia, que busca incriminar y castigar sin reparar en el conocimiento real de la causa ni en el deseo de la víctima. Si bien es un mensaje bastante simple y directo, es el registro que maneja todo el film: las denuncias son claras, concisas y nada queda entre grises. Con las características de un juicio, el espectador funciona como juez, compartiendo razones tanto con Paulina como con su padre. Los delincuentes ya no son tan delincuentes por momentos; así, lo que queda entre grises es nuestra posición, que va oscilando a medida que el relato de Paulina avanza. Al mismo tiempo se denuncia el avasallamiento deliberado que ejerce el poder sobre el cuerpo de la mujer, el machismo latente en la acción de los violadores y de la justicia y el nulo reparo sobre las condiciones del caso; estableciendo una visión única y déspota de justica. Muy interesante resulta la reflexión de Paulina sobre su tragedia: lo que le sucedió no es casual, es parte del mundo real y de un sistema de injusticia y penalidad violenta alimentado y sostenido por la sociedad toda. Los procedimientos tradicionales de la justicia tienden a invisibilizar cuestiones claves, buscando chivos expiatorios que le sirven para mantener un orden precario y de cartón. Paulina busca entender, se hace cargo de la experiencia y del dolor, intenta eliminar su condición de víctima, se visibiliza y se enfrenta a sus agresores, fuera del sistema judicial, fuera de los recintos policiales… en el mismo espacio del delito, desde el diálogo y la igualdad, eliminando la noción de castigo, busca la verdad.