Películas de iniciación hay muchas, incluso de temática homosexual. Esta es la vida de Adéle, una chica francesa a punto de cumplir la mayoría de edad, de clase media un tanto progre, con amigas que no lo son tanto y apasionada por la literatura y la enseñanza. Luego de sus primeras experiencias (hetero) sexuales, duda. Eso es lo único que sabemos de ella. Luego, gracias a la insistencia de los primeros planos, de la omnipresencia de su boca, de la incertidumbre de sus ojos, quizás podríamos delinear algunos rasgos psicológicos. Pero eso no es lo importante. Su cara es esencialmente cinematográfica: vale por sí misma y en relación a las imágenes que la preceden. Su presencia llena al cuadro y no permite que se reduzca su expresión a la literatura que exige un guión, que exige una reacción o un sentimiento para poder avanzar la trama. Eso es lo específico (y lo maravilloso) del cine, su misterio. Eso está pasando realmente y su cara es más compleja que la situación que quiere explicarla. Pareciera, incluso, que no está actuando. Y fue así, porque Abdellatif Kechiche no permitió estilistas ni maquilladores en el set durante el rodaje y filmó a Adéle cuando estaba comiendo, durmiendo o en sus ratos libres. De hecho, en la novela gráfica en la que está basada, la protagonista no se llama así. Pero parece que la actriz, Adéle Exarchopoulos, excede cualquier tipo de papel. Hablar de la película es hablar de ella. Todo el espacio, podría decirse, está filtrado por su presencia. No son espacios bien organizados o bien delimitados, son turbios, confusos, porque la misma Adéle pasa por ese estado de ánimo. Ella es el centro y el punto de vista es el de ella.