La trayectoria de los textos de Shakespeare en el cine ha sido irregular. Dentro de ese conjunto compuesto por adaptaciones fieles al papel y reinvenciones posmodernistas (La Romeo y Julieta de Baz Luhrmann, por ejemplo) se encuentran tanto grandes obras maestras del séptimo arte como también experimentos fallidos que no supieron sortear los obstáculos que genera trasladar a imágenes la cadencia teatral shakespeariana. Macbeth es quizás uno de los textos mas oscuros y definitivamente el mas violento del dramaturgo inglés. Orson Welles se atrevió a llevarla a la gran pantalla en una versión sumamente clásica en 1947. Casi diez años después, le seguiría Akira Kurosawa con una visión del texto más libre y adaptada al mundo oriental en tiempos del feudo y samurais con la gran Trono de Sangre. Por último, en 1971 sobrevino la que es para muchos la mejor epopeya cinematográfica de la obra con la violenta versión de Roman Polanski, que en ese momento usó la crudeza y la crueldad de la historia para exorcizar los demonios que le habían provocado la masacre de su esposa, Sharon Tate. Con estos antecedentes, el director australiano Justin Kurzel se atreve a las comparaciones con esas grandes leyendas del cine y entrega una versión extremadamente diferente a las anteriores. Siendo una adaptación literal de la obra del dramaturgo, su poder de inventiva radica en su esteticismo, generando un contraste entre el clasicismo de la obra y lo sorpresivamente moderno de su puesta en escena. Filmada en las montañas escocesas, Kurzel se despoja de cualquier signo de minimalismo y decide explotar las posibilidades que brindan los espacios naturales sirviéndose de planos abiertos y una fotografía soberbia a cargo de Adam Arkapaw que abusa de las sombras y la niebla constante. De los exteriores, pasamos a la claustrofóbica oscuridad de los espacios cerrados dentro de majestuosas construcciones de piedra donde se generan los momentos mas íntimos. Por otro lado, las escenas de lucha son completamente estilizadas y coreografiadas. Filmadas en cámara lenta, captando cada gota de sangre y cada espada que atraviesa la carne humana con gran detalle, recuerdan, por más extraño que suene, al salvajismo cómic de 300. De forma frenética y en cuestión de segundos la escala cromática varía de plano a plano, acentuando los rojos en uno para luego acentuar el amarillo o el azul en los siguientes, generando un deleite visual perfectamente diseñado para disfrutar en pantalla grande. Dejando de lado sus decisiones estéticas, claramente lo mas importante a la hora de llevar adelante una puesta de la obra de Shakespeare son sus intérpretes principales y aquí reside lo mas valioso de la película. Michael Fassbender como Macbeth está excelente, le da el matiz necesario para componer de la forma mas creíble a un personaje que va desde el remordimiento a la crueldad más extrema con una progresión detallada. A su vez, Marion Cotillard ofrece la mejor Lady Macbeth que hemos visto en el cine. En su mirada coexisten con éxito el poder de la maquiavélica y dominante mujer del principio y la sumida en la culpa del final. En lo explícito de sus imágenes, Kurzel elimina la distancia que puede generar la pomposidad del texto y te lleva a sentir la violencia, a oler la sangre y sufrir el descenso a los infiernos de cada uno de sus personajes. Macbeth es ante todo un estudio visceral de la crueldad del ser humano y del remordimiento y es bueno saber que el realizador australiano no omite la profundidad de la historia. En su segundo trabajo entrega una obra con elevada seguridad y confianza en sí misma, gracias a un combo compuesto por excelentes actuaciones y una dirección que huye con éxito de la cargante teatralidad dando como resultado una de las mejores películas del 2015.