En su segundo largometraje, el director chileno Diego Soto incita a la reflexión sobre la amistad bajo el doloroso manto de la aceptación de la pérdida. Con una cercanía sugerente en cada escena, Muertes y maravillas empieza a desatar la solidez de su sentencia inicial con situaciones divertidas y esperanzadoras mientras evidencia una lectura sociocultural que subyace hasta el final. Es de esas películas cortas, dueñas de un microrrelato que te puede dejar horas pensando; sin embargo, no se deja caer en la susceptibilidad de su conjetura. Hace sentir la ausencia de una forma desahuciada para quitar las espinas de un florecer lánguido, pero no marchito.
La película sucesora de Un fuego lejano (2019) expone un ángulo que encuentra en el detalle una profundidad narrativa elocuente y con mucha naturalidad. Cuenta la historia de un grupo de amigos que se ve involucrado en una situación desgarradora a nivel afectivo, mientras que la técnica se mimetiza con esa desdicha haciendo sentir el vacío más opaco y descarnado. Frente a la agonía, los jóvenes también son víctimas de su tiempo y las huellas mentales son exteriorizadas con enajenación al intentar sanar las heridas propias y ajenas que trastornan una abrumada cotidianidad.
La tonalidad fría de la fotografía, sumado a la melancolía inherente a las composiciones de Cristóbal Briceño, hacen de este cine minimalista un portal de empatía entre el público y sus protagonistas. Muertes y maravillas es una historia de resiliencia que encuentra en el realismo juvenil un canal emocional lo suficientemente cargado de inocencia y rebeldía para develar los anhelos que quedan ensombrecidos por la nada y la contingencia.
Muertes y maravillas, de Diego Soto
2023 – Chile
Sección: Competencia oficial internacional
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