A fines de 2023, 88 países eligieron y postularon a las que consideraron sus mejores películas del año para competir en la categoría de Mejor película internacional de los Premios Óscar.
La Academia elaboró en primera instancia una lista corta de 15 películas, que desembocó finalmente en las cinco nominadas que el próximo 10 de marzo se disputarán la estatuilla: desde Alemania, Sala de profesores de Ilker Çatak; desde España, La sociedad de la nieve de J. A. Bayona; desde Italia, Yo, capitán de Mateo Garrone; desde Japón, Perfect Days de Wim Wenders; y desde Reino Unido, Zona de interés de Jonathan Glazer.
Si bien la terna está copada mayoritariamente por países europeos, hay dos relatos situados en otros continentes, con elenco de los lugares en los que sucede la historia: Yo, capitán, que retrata el viaje de dos adolescentes senegaleses desde Dákar hasta Sicilia, y La sociedad de la nieve, que recrea la tragedia de los Andes.
Mirar estas películas como conjunto nos permite entrar en universos muy diferentes, vincularnos con otras lenguas, otros conflictos, otros mensajes y otras culturas. Ambientadas en distintas geografías y en distintos momentos históricos, algunas más pequeñas y sutiles, otras odiseicas, estas obras nos proponen profundizar en las capas polifacéticas de lo que significa ser humano. Se trata de ahondar y complejizar la discusión, de encontrarnos de frente con nuestras mejores y peores versiones, con los conflictos que nos aquejan hoy y que, tomando diversas formas, nos aquejaron durante toda la historia.
Mundos pequeños
Los films de Çatak y Wenders apuestan a historias pequeñas, de personajes anónimos y ambientadas en el presente. Sala de profesores lleva a un extremo los efectos negativos que puede traer la institucionalización de la vida y de las relaciones humanas en el mundo contemporáneo. En una escuela secundaria, una ola de robos instala un clima de sospechas, agresiones y hostilidad creciente. Una profesora joven, de tinte progresista, se ve envuelta en el ojo de la tormenta, se hunde cada vez más y ya no podrá salir, por muy buenas intenciones que tenga o crea tener.
Una redada de tipo policial a un grupo de alumnos, un video filmado sin consentimiento, las consecuentes acusaciones de invasión a la intimidad y la adopción por parte de estudiantes de los más bajos mecanismos del periodismo bajo la premisa de la libertad de prensa configuran un relato asfixiante que bien puede leerse como una fábula de las sociedades occidentales contemporáneas, del estado de paranoia y ansiedad en el que caemos cuando nos manejamos exclusivamente desde el concepto, cuando no estamos dispuestos a frenar y abrir la mirada, desprejuiciada, hacia el otro.
Perfect Days es el baño de agua tibia que necesitamos después del film alemán. Sin grandes sobresaltos ni grandes conflictos, la obra acompaña el día a día de un hombre de mediana edad que trabaja limpiando baños públicos en Tokio -con una meticulosidad envidiable-, se despierta cada mañana de manera natural, escucha música de los 70 en casetes, rescata plantas de la calle y las cuida en su pequeño departamento. Vive una vida solitaria, apacible y feliz. Prácticamente no habla y fotografía en blanco y negro el movimiento de las hojas en los árboles.
“Komorebi”, es el término que aparece en pantalla al final de los créditos y que sintetiza bien el concepto del film: una palabra que designa el juego de luces y sombras producido por el movimiento de las hojas de los árboles meciéndose al viento. Solo ocurre una vez, y en ese momento. Un relato que funciona como una bocanada de aire y como una reivindicación a la sencillez y a la humildad como formas de vida, como puertas a la paz interior. En un contexto global en el que la realidad pareciera parecerse más, la mayor parte de las veces, a la de Sala de profesores (o al menos así nos la contamos a nosotros mismos), Perfect Days dibuja la puerta hacia una alternativa posible, y construye desde ahí una esperanza.
El ser humano en la inmensidad
Como contrapunto de estos mundos focalizados, aparecen los relatos grandilocuentes de La sociedad de la nieve y Yo, capitán. Ambos relatan viajes odiseicos que enfrentan al ser humano con la adversidad extrema. Llevan al límite la pregunta de hasta dónde puede llegar un cuerpo, cuánto puede resistir, de qué se aferra el espíritu cuando no parece haber filo de donde agarrarse.
En La sociedad de la nieve, película con la que J. A. Bayona ha reparado la memoria de quienes sobrevivieron y quienes perdieron la vida tras el accidente del vuelo 571 de la Fuerza Aérea Uruguaya, la potencia cinematográfica se despliega con todo el esplendor de una superproducción y comulga con un estudio sutil y profundo de la naturaleza humana, de la solidaridad, de la importancia de la fortaleza emocional, mental y espiritual en condiciones extremas. Bayona sabe hacer cine catástrofe, eso está fuera de duda. Con La sociedad de la nieve, demuestra que también sabe leer otras capas de la historia, rescatar el germen humano en la tragedia y convertirlo en un relato que se convertirá rápidamente en un clásico, y que, como Humanidad, sencillamente nos sirve, nos hace bien.
En Yo, capitán, Mateo Garrone explora también el choque entre el ser humano, como animal diminuto, y un contexto monstruoso (por lo inmenso, por lo salvaje). Pero este contexto, a diferencia del de Bayona, está hecho principalmente de otros humanos. Dos adolescentes senegaleses llevan una vida que se muestra, al mismo tiempo, sacrificada y feliz. La ventana que se abre a través de Internet, más los relatos transformados en mito de quienes se fueron, instala en ellos el sueño europeo. Con el ahorro de seis meses y sin avisar a sus familias, parten rumbo a Italia. La película es el relato de ese viaje, en el que enfrentan distintas formas de estafa, robo, violencia, desidia y tortura (más las inclemencias climáticas del desierto y del Mar Mediterráneo).
Garrone construye un retrato punzante en torno a la crueldad humana en sus versiones más despiadadas y a la porción oculta del iceberg que precede a las noticias europeas sobre barcos que llegan o naufragan en el Mediterráneo. Una película que se proyectó en el parlamento europeo y en el Vaticano, que obtuvo un reconocimiento de UNICEF, y que logre, tal vez, conmover a agentes con poder de decisión, desinstitucionalizar la mirada europea al chocarse de frente con el pulso de la crueldad y del derecho tan simple, tan básico, de soñar una vida distinta.
Al otro lado de la crueldad
Si Yo, capitán muestra un grado de crueldad que es difícil de aceptar y asociar con lo humano, Zona de interés se hace cargo de esa crueldad, la sitúa en el contexto histórico más consensuadamente condenado por la sociedad occidental y elige como protagonista al arquetipo de villano de la historia moderna: un comandante de Auschwitz, valorado por el régimen nazi y en ascenso por su labor.
Lo que hace que el film de Jonathan Glazer no engrose simplemente la lista de películas sobre el nazismo es -además de la maestría cinematográfica, especialmente en el diseño de sonido– que se para en un lugar bien diferente: cuenta la vida cotidiana de la familia del comandante Rudolf Höss, quien tiene su casa literalmente en la puerta de entrada a Auschwitz.
Las minucias del día a día de una familia tipo conviven con el fuego, el humo y la banda sonora del horror. Rudolf Höss y su esposa tienen un costado profundamente siniestro y, al mismo tiempo, son irrenunciablemente humanos. Tienen deseos, celos, cuidan de su casa y del jardín. La madre hace oler a su hija el perfume de una flor. A kilómetros de distancia, Rudolf llama por teléfono a su esposa en mitad de la madrugada -y ella se lo reprocha- para contarle, entusiasmado, que le han encomendado una responsabilidad mayor -un reconocimiento y ascenso en el trabajo que significa, claro, cargar al hombro la matanza de una cantidad tremenda de personas-. Es un niño entusiasmado porque lo han felicitado, porque le han dicho “estás haciendo las cosas bien”.
Lo desesperantemente incómodo de Zona de interés es que no nos habilita a construir en los personajes la figura de un monstruo. Introduce hábilmente la uña en la fisura de lo humano, retrata la monstruosidad que existe en el germen de cualquier cristiano o no cristiano de bien. Los personajes desean, se plantean objetivos en el plano de lo material, persiguen logros que son celebrados en el contexto que los ha configurado.
El espectador piensa que saben lo que están haciendo -¿cómo no saberlo con el grito desgarrador y el llanto picando a todo momento en el oído?-. O tal vez no lo saben, están desconectados de la matriz, no hay relación entre la huella -el grito, el llanto- y el sufrimiento real del otro. Flota de forma permanente la pregunta: ¿en ese contexto, desde esa configuración, estaríamos nosotros a salvo de actuar así?