Parecería que cada vez que un grupo de productores en Estados Unidos se junta para ver a quien llaman para personificar a un cincuentón de entradas marcadas y aire decadente, el nombre “Bill Murray” aparece bien arriba en la lista de posibles candidatos. Es que a Murray le quedan a medida esos papeles de personajes de mediana edad atravesando distintas variables de crisis y, además, hay que aceptarlo: Bill es un tipo oscuramente gracioso que no necesita hacer mucho para caernos bien. Simplemente poniéndose en frente de una cámara, el actor de 64 años emana una especie particular de carisma triste, que ya hemos visto varias (¿demasiadas?) veces en muchas películas y que, aun así, nos sigue pareciendo interesante. Con un rostro cubierto de arrugas y marcas en la piel que cuentan una historia por sí mismas, Murray encarna a Vincent, un típico whitetrash, ex soldado de Vietnam tapado de deudas que se la pasa bebiendo y acostándose con una prostituta rusa (Naomi Watts, quien ha admitido que su fuente de información para construir su extraño personaje ha sido, principalmente, YouTube). Así, de un día para el otro, Vincent se convertirá en el improbable niñero de su nuevo vecinito Oliver (Jaeden Lieberher) para conseguir unos dólares extra, aprovechando que la madre soltera del niño (una apagada Melissa McCarhty) tiene que trabajar todo el día para mantenerlo.