Gregg Araki es alguien que supo desatar polémica en cada oportunidad que se le presentó, ya sea generando alabanzas o abandonos de sala. Estamos hablando de uno de los directores más significativos y desconcertantes que afloró su lenguaje sobre las raíces del cine independiente norteamericano con tantos colores como espinas y con tanto perfume como veneno.
El cineasta de Los Ángeles electrizó el circuito under con una reputación polarizada capaz de hipnotizar con su ritmo estrepitoso y a la vez ser considerada una amenaza para los valores morales de la década de los 90. 25 años después del estreno de Generación maldita (The Doom Generation, 1995), su film más emblemático, el nombre de Gregg Araki sigue siendo recordado como sinónimo de controversia.
Su estilo punzante no está aislado de su contexto: Araki fue uno de los principales exponentes del llamado New Queer Cinema, un movimiento cinematográfico que rechazaba radicalmente la representación empalagosa y evangelizadora de la homosexualidad en el cine. Se oponían a la mirada de los hoy clásicos del séptimo arte como El banquete de boda (Xi yan, 1993) de Ang Lee o Filadelfia (Philadelphia, 1993) de Jonathan Demme. Se sentían más cerca de la tarea que habían empezado algunos cineastas en los 60 como Jack Smith con Flaming Creatures (1963), o las trayectorias de Paul Morrissey y Andy Warhol. Este último tuvo una poderosa influencia en Araki, quien encontró en la arenga del arte pop la cosmovisión de su estética, su filosofía y del tono satírico que desenvolvió a lo largo de su filmografía. Si la paleta cromática no fue suficiente para dejar en claro su admiración, en Nowhere (1997) un hombre mata a otro con una lata de sopa Campbell.
La intensidad de esta resistencia ideológica en los 90 no duró mucho debido a que la gran mayoría de directores apaciguaron la vehemencia del espíritu combativo que profesaban en sus inicios por piezas más agradables para el conservadurismo audiovisual. A pesar de la temática, no es el mismo grado de potencia el que expresó Gus Van Sant con un film minimalista como Mala noche (1985) que cuando se celebró su nombre con Milk (2008). En la austeridad de su ópera prima se podía percibir la urgencia del mensaje como destructiva, mientras que en la biopic de Harvey Milk tuvo la intención de deleitar con un discurso pacifista y sobreentendido. Araki, como un excelente colega y entusiasta de la primer etapa del director de Drogas, amor y muerte (Drugstore Cowboy, 1989), parece haberse inspirado en Mi mundo privado (My Own Private Idaho, 1991) para la realización del film que lo llevó a la fama: Mysterious Skin (2004).
Pero ¿por qué The Doom Generation trascendió en la historia como una película de culto? La respuesta es sencilla y directa: por la tonalidad desgraciada de su humor ácido con dosis de sexo, violencia y locura en su máximo esplendor. Esta especie de roadmovie retrata la odisea desenfrenada de tres jóvenes a los que nada les importa tanto como para denotar inquietudes existenciales coherentes mientras que su verdadera preocupación pasa más por injuriar contra todo y sucumbir en los placeres mundanos que siendo jóvenes y rebeldes pueden perseguir. Así, en un abrir y cerrar de ojos, se encuentran inmiscuidos en un triángulo libidinoso que acrecienta su vehemencia a medida que la adrenalina fluye libremente por sus venas metiéndose cada vez más el cuello en la serie de contratiempos que se ven obligados a enfrentar como consecuencia de su acelerada y peligrosa realidad.
Protagonizada por Rose McGowan, James Duval y Johnathon Schaech, The Doom Generation dejó su marca como una manifestación apocalíptica de la juventud influenciada por el lema punk “No future” y su discordancia sociocultural con la rigidez de los pecados capitales que dirimen la complejidad del comportamiento humano. Es una película atrevida, sombría, delirante, estridente, anárquica y perspicazmente divertida. La singularidad de su propuesta concibe una atmósfera pesadillesca en donde la sangre, la oscuridad y el aciago adquieren un lugar predominante como cualidades esenciales de esta aventura de fuga. Pero también a través de su forma, con una técnica que se acomoda al acento subversivo de la historia por medio de una cámara desorbitada, unos encuadres intimistas, unos decorados de cómics y una iluminación radiante que estimulan una fusión de crudeza, lo cool y el nihilismo que vislumbra esta tétrica tragicomedia.
Irónico hasta la médula, Araki no escatimó en reflejar un mundo en decadencia con espacios funestos y deshabitados, toda clase de psicópatas rondando y con mensajes encriptados en cada detalle, como la repetitiva aparición del 666 con la que sella un pacto con el diablo. Hasta se dio el lujo de proclamarla como “una película heterosexual” solamente para sumar ofensas al asunto. Estipuló la exageración, el absurdo y la vacuidad que representa la incertidumbre adolescente como una dimensión surrealista y psicodélica, sin pudor, sin reglas y sin desamparo, completamente expuesta al asolamiento inefable de toda una generación incomprendida que tampoco ruega por el auxilio de nadie, debido al ineludible desastre delineado en su destino. Haciendo del caos, su modo de vida; y de la angustia subyacente, la excusa irreprochable de su álgida, pero seductora apatía.
The Doom Generation formó parte de una trilogía que inició con Totally Fucked Up (1993) y siguió con Nowhere, en la cual el cineasta profundizó en los distintos riesgos que acarreaba el cierre de siglo para la negligencia juvenil, enfatizando en el crimen, las drogas y el sida. Este análisis infeliz le abrió las puertas a todas las miserias venideras que tuvieron que volver a ser deliberadas para su aprehensión cinematográfica. Y lo logró hacer sin tabúes ni distanciamiento, con la finalidad consciente de generar un razonamiento certero de las distintas problemáticas comunitarias, y sin la necesidad de caer en las moralejas falaces que nos acostumbraron a saborear como espectadores. El acto provocativo más incandescente de un film como The Doom Generation no tiene que ver con las acciones que le valieron su censura, sino con la constancia, el optimismo y la frescura con que aborda la descomposición de los valores instaurados. La identidad del cineasta concierne la burla de la intuición política inmediata que no posee ni el más mínimo sentido del humor; por eso, para Gregg Araki, la reacción contra la mesura de la época fue engendrar la más descarada, ardiente y oportuna transgresión.