Hacía mucho que un poster no me llamaba tanto la atención: un primer plano de la cara de Sean Penn lookeado con un marcado estilo a Robert Smith, oscilando entre freak y travesti, y debajo de la llamativa fotografía el título del film citando a los Talking Heads: This must be the place (Paolo Sorrentino, 2011), que ha sido traducida como “Un lugar donde quedarse”. Esta singular película, una coproducción italiana, francesa e irlandesa, cuenta la historia de un ex rockero venido a menos, Cheyenne (Sean Penn), que vive en Irlanda con su mujer (Frances McDormand) que ha llegado a una crisis de depresión donde nada en su vida tiene sentido. Pero a partir de la muerte de su padre (a quien no ve hace 30 años) comenzará la búsqueda que éste no pudo finalizar: Cheyenne se embarca en la búsqueda del nazi que torturó a su padre en Auswitch. Así nos subimos a bordo de este recorrido que termina conformando una peculiar road movie. Digo peculiar porque su ritmo es bastante lento pero no aburre; el personaje parece contrastar con todos los espacios y situaciones presentes y no podemos dejar de pensar que ese gótico que busca a arduamente a un nazi es nuestro querido Robert Smith. Esta depresión que experimenta el personaje parece tan profunda y molesta que rápidamente se convierte en patética, ridícula y hasta estereotipada y, por ende, en cómica o tragicómica. Cheyenne es como un niño consentido por su esposa que está más ocupado en su sofisticado maquillaje que en sus necesidades reales. Como toda road movie, ésta no es excepción y también incluye la búsqueda interior y personal de Cheyenne, que pasa por distintos estados de ánimo, que está contacto con gente de todo tipo que genera el replanteo de muchas estructuras. Estos pasajes le agregan un tono emocional al film para los cuales colabora notablemente la excelente actuación de Penn y la de Frances McDormand, que, aunque escasa, no deja de notarse. Lo artístico y lo estético ocupan en esta producción un lugar privilegiado. La magnífica fotografía hace de los espacios que transita el protagonista, postales imponentes dignas de contemplar por un rato (en este sentido es que se entiende las largas tomas de la película). Además de la simetría en las tomas que recuerda un poco al estilo de Wes Anderson. Pero principalmente la música ocupa un lugar central, no sólo porque es la historia de un ex rockero, sino porque la música original del film está a cargo de David Byrne, cantante de Talking Heads y contamos con una pequeña (pero no menor) actuación del mismo en una conversación catártica y definitoria con Cheyenne.
Además, en determinado momento, la banda entera interpreta en vivo la canción que le da el nombre al film: “This must be the place”. Si hay alguna crítica negativa para hacer sobre la película sería este ritmo denso antes mencionado, pero que en realidad es inevitable porque esta densidad es el correlato del hundido ánimo del protagonista; así el espectador entra en la misma sintonía. Y puede ser que se tornen un poco repetitivas las acciones, pero lo cierto es que está tan bien logrado el personaje principal que todas sus acciones y reacciones suman y divierten. Un planteo interesante que mezcla la temática del holocausto, un tributo al rock alternativo y la búsqueda de uno mismo en medio de una crisis. El resultado de esta combinación es excelente, innovador y emotivo.