Si sos músico (o lo fuiste alguna vez pero tuviste que dejar de tocar por “la facultad” o porque “tenías que ayudar a tu papá en el negocio”) esta película, la segunda del director y guionista indie fana del jazz, Damian Chazelle, es una vista obligada para vos, un verdadero –must see-. ¿Por qué? Porque el film nos habla del camino hacia la excelencia de un joven en la complicada primavera de su vida creativa, de cómo dominar el arte sofisticado de ser un baterista de jazz y del alto precio a pagar por intentar ocupar un puesto deseado por varios pero indicado para muy pocos. Pero Whiplash no se trata del típico camino del héroe inesperado que lleva al chico de barrio hacia al estrellato y a la fama que acompaña al éxito comercial, sino que nos mete en el arduo y poco romántico trayecto sin fórmulas mágicas que atraviesa un joven veinteañero con ciertos problemas de socialización para intentar transformarse en un baterista de elite de la escena jazzera neoyorkina. El protagonista Andrew Neyman (interpretado por Miles Teller) no tiene amigos pero se siente orgulloso de elegir una carrera poco común para alguien de su edad, o algo así da a entender en una escena en la cual se sienta a la mesa con sus tíos y sus primos, quienes piensan que ser capo en el equipo de futbol americano del college es, lejos, mucho mejor que lo que sea que él esté haciendo en esa orquesta. De modo muy pragmático, Chazelle (quien además de dirigir la película, la escribió) se despoja rápida y hábilmente de la subtrama romántica que podría meternos en una parte que a nadie le interesaría de la historia para continuar enfocándose en lo que verdaderamente nos quiere hacer entender: para ser un número uno (de verdad, no solamente ser bueno en algo) hay que arriesgarlo todo. En serio. Hasta la vida.

Whiplash (2014). Foto: Daniel McFadden.