Lucrecia Martel tal vez sea una de las directoras más curiosas del cine argentino: tanto por su genialidad como por su forma de narrar. Las películas de Martel embrujan, te encierran en un humo de hechizo y desde allí, todo es poesía. Su largometraje más reciente, alabado por la crítica, puede ser una propuesta aún más osada que su celebradísima La Ciénaga (2001); si bien ambas manejan un nivel de intimidad super profundo, Zama (2017) es la adaptación de una novela inadaptable: la homónima de Antonio Di Benedetto.
De todos los títulos de la Literatura Argentina que uno se imagina que podrían ser llevados al cine, Zama sería el ultimo. El desafío que encara Martel al llevar al cine la historia del enviado español que se mezcla con los nativos, es realmente asombroso. No solo porque recrea el mismo ambiente de la obra literaria sino porque respeta lo que provoca en el lector/espectador: el letargo que vive el protagonista. Diego de Zama es un enviado de la corona española, esperando su traslado para reencontrarse con su familia. Entre medio asistimos a una pintura de época a través de un ambiente denso que permite ver las problemáticas coetáneas como la esclavitud, la apropiación de los cuerpos femeninos e indígenas, pero es el tiempo y la espera lo que caracteriza la historia de Zama. Diego de Zama es una suerte de Penélope, espera y no sabe hasta cuándo. En este sentido, el ritmo lento del film (y de la novela) están completamente justificados, porque quedamos inmersos en los laberintos de un tiempo lineal pero metafísico. Tal vez sea la adaptación de Martel la que más logre el costado onírico de la obra: a partir de una mezcla de sonido impecable y fundamental para la obra, junto con escenas de alto vuelo surrealista, la película se convierte, por momentos, en un espacio impreciso e incómodo, como la existencia del protagonista. Son estas escenas surrealistas las menos narrativas pero las más simbólicas y poéticas del film, que impactan cada uno con tonalidades extremas: o rojos furiosos, verdes estridentes, pasteles sensuales o marrones lúgubres.
Zama es poesía constante, es el triunfo de la adaptación inadaptable, el desafío de lo irrealizable y el culto a la delicadeza. Incluso en esa delicadeza, Martel logra imponer la rudeza de una historia compleja, el sufrimiento de un personaje que recibe injusticias y la inmundicia del machismo y el racismo. En este sentido es imposible no mencionar el trabajo impecable de Daniel Giménez Cacho, a cargo del rol principal y a cargo de emociones turbulentas, con un semblante partido pero con la frente en alto.