Maestro para muchos, pero conocido solo en un ámbito minoritario, Charles Burns es un autor anómalo. Un expatriado del paisaje comiquero más mainstream. De su recorrido artístico y biográfico hay algunos datos que despuntan. Por ejemplo, que estudió arte junto a Matt Groening y en él se inspiró el creador de Los Simpson para construir a su legendario personaje Montgomery Burns; que en 1990 ilustró la tapa del disco de Iggy Pop Brick by Brick; que nunca fue un autor de “super ventas”, sino una celebridad de nicho. Esa categoría de “autor de culto” que muchas veces confina a los artistas a una relativa invisibilidad.
Se suele describir al estilo de Burns con distintas etiquetas: alternativo, independiente, under. Pero si decimos underground, que no preste a confusión. No hay en su modo de dibujar una apuesta por la mancha, la desprolijidad voluntaria o la línea sucia. Es un dibujante obsesivo que tiene trazos distintivos e inconfundibles con un característico uso de los plenos (blancos o negros) que deja excluidos los grises, con una meticulosidad para cargar de detalles y sombras personajes y entornos.
La predilección de Charles Burns es contar historias marcadas por el frenesí, la monstruosidad, la locura. Un hacedor de relatos siniestros y desconcertantes. En sus obras la realidad siempre termina por trastocarse, la supuesta transparencia o naturalismo con que se narran las relaciones humanas ceden ante alguna dimensión inquietante que interrumpe nuestra previsibilidad. Pero aclaremos que no estamos hablando de obras de terror, al menos no desde la concepción clásica del género. Sus protagonistas, que arrastran con frecuencia alguna anomalía física, no son aquellos a los que debemos temer. En sus libros, lo monstruoso se expresa en el ser humano en su más pura cotidianidad, en la “normalidad” más aparente y cercana. En definitiva, las tres historietas que recomendamos acá abajo construyen una radiografía sobre cómo la sociedad expulsa violentamente a lo diferente, sobre cómo margina lo distinto.
El Borbah (1982 -1988)
El Borbah comenzó a publicarse en la legendaria revista Raw que capitaneaba Ars Spiegelman. Sigue a un personaje grotesco vestido de calza y máscara -como si fuese un luchador de lucha libre- que trabaja como detective. Tiene una capacidad innata para encontrar casos muy extraños y meterse en embrollos bizarros. Por supuesto que su labor como investigador privado no responde a los estereotipos tradicionales: es un personaje perdido que coquetea con el lumpenaje y cuya única ingesta se deben a la cerveza y los tacos mexicanos.
Es la obra donde Burns más se permite jugar con atributos de la comedia. El Borbah es un antihéroe un poco repugnante, pero a la vez muy querible. Se abre paso en sus investigaciones a las patadas, rompiendo y enchastrando todo. Entre la violencia y la risa, Burns gesta un verosímil personal y desconcertante donde todo fluye perfectamente.
Big Baby (1986 -1991)
A pesar de que se hacen regulares en toda su obra, en Big Baby comienzan o se acentúan algunas referencias estilísticas constantes de Charles Burns: la atmósfera de los años cincuenta con personajes que visten y se peinan al estilo rockabilly, el tono de horror de Los cuentos de la Cripta, los motivos temáticos escabrosos típicos de los relatos pulp.
Un niño, Tony Delmonto, tracciona con su imaginación todo tipo de historias morbosas vinculadas a situaciones confusas con vecinos o con sus propios padres. Es interesante cómo el género de terror le sirve a Burns para hablar de “otras cosas”. Por ejemplo, en “La maldición de los Hombres Topo”, uno de los cuentos, toca al sesgo el tema de la violencia doméstica.
¿De qué hablan los relatos breves de Big Baby? De fugas, de viajes imaginarios, de escapes que la mente inventa para hacer más soportable la realidad. Seducido por lo deforme, lo monstruoso y lo raro, nuestro Big Baby se inventa mecanismos para gambetear injusticias y represiones sociales.
Agujero negro (1993 – 2004)
La obra que lo consolidó como uno de los autores ineludibles del comic norteamericano para adultos. Burns comenzó publicando Agujero negro por fascículos en 1993 y duró hasta 2004. La historia se sitúa en los suburbios de Seattle en los años setenta, donde un grupo de adolescentes contrae una extraña enfermedad de transmisión sexual que provoca mutaciones en los cuerpos. La trama invita a pensar rápidamente en una metáfora sobre el HIV y especialmente en la discriminación social ante aquellos que portan el virus.
El dibujante y guionista representa de manera extremadamente sugestiva los climas mentales de sus protagonistas cuando, por ejemplo, experimentan con drogas, atraviesan alguna ensoñación o deriva alucinada. Burns elige eludir lo lineal y narra de manera fragmentaria, con varios flashbacks y saltos en el tiempo, haciendo mucho más atractiva e intrigante la narración. Crónica de una juventud abúlica, sin rumbo, a la que solo le quedan las causas suicidas.