Iniciada hace veinte años, la carrera como historietista de Juanungo (antes Juan Sáenz Valiente) se caracteriza por una versatilidad inédita para desplegar distintos registros de dibujo y por una fuerte impronta en el desarrollo de relatos enmarcados en una matriz de géneros clásicos. Allí están, por ejemplo, Sarna (el descollante policial negro guionado por Carlos Trillo), Norton Gutiérrez (alusión a los relatos de aventuras estilo Tin Tin), o El ilusionista (esas microintrigas ilusionistas convertidas en serie en 2015 con producción de HBO y protagonizada por Leo Sbaraglia).
Con su última obra se mete de lleno en una veta más íntima que, a pesar de estar puntuada por rasgos ficcionales, se nutre de lo autobiográfico: El animador se inspira en las vivencias de los últimos días de su padre, Rodolfo Sáenz Valiente, docente y precursor del mundo de la publicidad y el cine de animación en Argentina. Narra la historia de un personaje ficcional llamado Neno que está en el crepúsculo de su vida, debido a una enfermedad que lo tiene postrado en la cama. En ese contexto su familia consigue a un joven enfermero para que lo acompañe, con el que pasa por altibajos emocionales pero que, sin embargo, lo ayudará a reeditar su pasión por el oficio de animador.
En diálogo con Indie Hoy, Juanungo cuenta: “Se puede decir que la necesidad de hacer El animador surgió desde aquellos mismos últimos días de mi padre. Pero eran ideas de un puñado de escenas sueltas; algún que otro apunte aislado entre mis archivos de textos. Un proyecto que siempre viví postergando. Más por miedo a que no tenga sentido que por no querer ahondar el tema, de todos modos. Como cuando uno siente que soñó con algo que guarda una coherencia, pero lo intenta contar a alguien y se da cuenta en el intento que carece de estructura y se desmorona. Pero en la pandemia, varado en pleno confinamiento, un día me desperté y aparentemente algo terminó de decantar. Me senté en la computadora y ampliando esas escenas sueltas de mis apuntes, escribí la historia prácticamente de corrido (es difícil calcular tiempos durante el confinamiento, pero no creo que me haya llevado más de unas semanas). Contento con haber encontrado el hilo de la historia, pero temeroso de que sea un resultado demasiado catártico y careciendo en absoluto de objetividad, la dejé reposar un tiempo. Para mi asombro, unas semanas después, al haberla releído, la seguía encontrando noble. Así que me puse a dibujarla”.
El libro está basado en la figura de tu viejo, pero también entiendo que hay detalles que fueron creados especialmente para darle peso dramático a la historia. ¿Cómo fuiste encontrando el equilibrio entre ficción y realidad?
Si bien está basada en mis vivencias, de entrada decidí dejar todo al servicio de la ficción antes que contar lo que realmente pasó. Eso me dio libertad a no limitarme a ser fiel a los hechos y poder deformar todo cuanto sea necesario en caso de que la trama lo necesitara. Al menos siempre me es necesario tener ese permiso para faltarle el respeto a la realidad. De hecho, yo, único hijo de mi padre, no existo en la historia.
Rodolfo Sáenz Valiente tuvo un papel importante en el mundo de la animación. Fue docente y escribió un manual de consulta obligada para estudiantes de esa disciplina: Arte y técnica de la animación. En ese sentido Juanungo se nutrió de un ambiente donde los procesos creativos vinculados a lo audiovisual y la animación eran moneda corriente. Comenta al respecto: “Viéndolo a distancia, encuentro maravilloso haber tenido ese entorno durante mi infancia. Durante los fines de los ochenta y principios de los noventa, yo frecuentaba a la salida del colegio y los fines de semana el estudio de mi padre; un antiguo caserón que se caía a pedazos, se llenaba de gente muy exótica. Había revistas Fierro y Heavy Metal desparramadas por ahí, peinados dignos del glam metal, un cuarto oscuro para revelar, un aerógrafo con su compresor, grúas, mecanismos para las cámaras de cine de 35mm, y una infinidad de tableros luminosos inclinados especiales para animar. Todo hecho artesanalmente por mi padre que, salvo por 2 materias que nunca rindió y le impedían lucir el título que lo confirmara, era un gran ingeniero. Siempre sonaban las voces de los personajes y la música de los jingles (en animación el audio es lo primero que se produce) en una reproductora de cinta abierta Prevost. Con esos audios y ayudándose de un cronómetro, se hacían las planillas a mano, y el estudio se llenaba de un puñado de artesanos que dibujaban, o hacían muñecos o escenografías para luego completar esas planillas con parvas de hojas o movimientos de muñecos que filmaban. Una vez terminada la filmación, sacaban la cinta de la bobina en el cuarto oscuro, la guardaban en una lata hermética y la llevaban a revelar a Cinecolor, que en ese entonces quedaba en la Panamericana. Recuerdo ir en el auto con mi padre, el olor al cuero de los asientos del auto, mezclado con el de la tierra (era un auto muy sucio) y el del olor parecido al vinagre de las cintas fílmicas. Ver por la ventana pasar el recién estrenado Shopping Soleil. Luego de entregar la lata cerrada, todo era el misterio absoluto; no se sabía nada del resultado. En el estudio, las parvas de papeles eran reemplazadas por otras y todo quedaba en el olvido. Hasta que, cierto día, mágicamente, uno estaba jugando al volver del colegio y escuchaba un jingle a lo lejos que le resultaba familiar, y salía corriendo a la TV para encontrarse con la publicidad, que duraba prácticamente nada, y era la única oportunidad de verla. Era mágico haber visto todo el proceso y luego, verla emitida por la TV. En parte, el libro homenajea todo ese mundo”.
¿Cuánto tuvo que ver la formación de tu papá con tu propia formación, y con la versatilidad de estilos de dibujo que manejás vos en cada libro?
Justamente, al trabajar en la publicidad, a los animadores se les exige tener mucha versatilidad. La productora de mi padre se había propuesto hacer trabajos más arriesgados, como animaciones de arena u otras técnicas muy experimentales, pero no por ello se negaba a aceptar encarar ofertas más tradicionales como animar al diablito de Órbis, por ejemplo. Por ende, mientras que los artistas suelen apuntar a obtener una identidad con la famosa “búsqueda de estilo”, para un animador, el estilo es un pecado. Los animadores pertenecen a pequeños ejércitos que deben amoldarse al tratamiento estético de cada trabajo, sin dejar rastro alguno de su personalidad en lo dibujado. Yo fui educado con esa escuela; considero que el estilo se da gracias a la repetición, y la repetición es vicio. No sé si estará bien, pero fui formado así. Siempre intenté evitar un estilo. Cada vez que hice un libro, me propuse explorar algo nuevo, escapando a esa posible huella que dejara mi impronta. Tres fueron siempre los motivos de esta iniciativa: optimizar la historia que se quiera contar (al servicio de la dramaturgia y no de querer imponer un sello personal), evitar aburrirme (probar nuevas técnicas siempre evita la monotonía) y no repetirme (siempre tuve el desafío de que cada libro ofrezca algo nuevo estéticamente). Pese a todo esto, lo más interesante es que siempre hay algo que me delata y se nota que soy el autor. A eso, es a lo que se llama estilo. Para mí el estilo no se busca, sino todo lo contrario, es aquello de lo que, inevitablemente, no podemos escapar.
Hay momentos de esta historia que resultan muy dolorosos, fuertes. ¿Cómo manejaste eso a nivel emocional?
Fue bastante liberador contarlos, creo. Me era más difícil la vida antes de haberlos dibujado, me atrevo a decir [risas]. Es de esos corchos que uno destapa y le hacen a uno avivarse de que no se había dado cuenta cómo, al hacerlo, descomprime un montón de masa que había quedado acumulada en un rincón; como purgar un radiador. De todos modos, más allá de lo inevitablemente solemne de la historia, también quise que tenga su cuota de humor. Mi mayor cuidado fue contar algo que entretenga al lector y no estar haciendo catarsis personal. Porque nunca hay que perder ese norte; el oficio de uno consiste en entretener al lector.
En tus últimas obras venías trabajando con color. En El animador optás por el blanco y negro. ¿Qué creés que le aporta el blanco y negro a tu historia?
Creo que es una historia muy densa desde el contenido. Por ende, desde la forma (el dibujo), debía compensar esa densidad, para hacerla lo más llevadera posible, evitando así un resultado final empalagoso. Incluso por eso, no sólo es en blanco y negro, sino que el dibujo intenta ser lo más simple posible; guarda el trazo del lápiz y evita ser cargado. De haber optado por algo más complejo desde lo estético, creo que habría sido inllevable.