Hay un enigma que atraviesa ese mapa desplegado que es Querido misterio, creación de Ulises Conti personificada en la voz e inflexiones de Mailén Pankonin y las letras del poeta Francisco Garamona. Desde la tapa de este álbum, editado por el sello Metamusica, se anuncia una montaña, una imagen para la aventura musical que la contiene. Una diversidad de abstracciones tonales, sonidos flotantes que se contraponen –desde su introducción– a la profundidad de las voces, como un mecanismo en la diversidad del ritmo.
Independiente de su tendencia minimalista, este disco pareciera asemejarse tanto a un exponente del pop como a la tradición de la canción argentina, una lírica que mixtura la conjunción de la tonada con la máquina, el coro con la programación, en un programa estético afín a la proposición del impresionismo contemporáneo que ha venido trazando Conti en sus veinte años de producción.
Las piezas de este álbum son instantáneas, se producen en capas de sonido; una nota constante corta, se une a otras en otro nivel y luego a otras tres, y así sucesivamente, hasta que todas juntas generan una atmósfera que significa algo más en el universo de su volatilidad. Esta función está vinculada a las imágenes producidas por la lírica, a cargo de Garamona, que inclinan ese misterio del título para transformarlo en cánticos y así producir, en la manera de narrar ciertas melodías, una ruptura con la ineludible función representativa en favor del ritmo y la forma.
Atravesada por la tensión de enfrentar y atraer ante la sugerencia y la sugestión, la contemplación del espacio sonoro es una experiencia que atraviesa el efecto emocional. No solo está representando lo que se proyecta en su visión armónica, sino que aparecen como desde atrás de un velo acordes en tensión, armonías extrañas al oído acostumbrado a la repetición de beats y un movimiento marcado por la sucesión regular de elementos débiles y fuertes, de condiciones opuestas o diferentes a la naturaleza del objeto que lo mantiene alejado de cualquier limitación tonal, creando efectos, atmósferas y progresiones que necesariamente advierte su movimiento entre ambigüedades, disonancias, cadencias inconclusas y rotas.
Debido a su multiplicidad de planos, las canciones de este disco marcan una pulsión sucesiva en la escucha. “La ilusión” abre el álbum con una serie de sonidos constantes a manera de un himno, como dando comienzo al viaje hacia la misteriosa montaña que se anuncia desde la cubierta. En “Chico azul” el tempo es más fluido y cambiante, la armonía toma más libertad. Los acordes se distinguen en la escena por su sonoridad más que por la armonía que hay detrás, mientras un tambor realmente idílico se acerca hacia el final para mostrar el camino.
“Cascada y crin“, el corte de difusión, es lo que la crítica musical podría considerar un hit si todos los preceptos del oído fueran agudos y coherentes. En su comienzo siderúrgico y absorbente, la voz de Pankonin parece emerger de un bosque, como el eco de Nico en ese mágico y casi medieval The Marble Index. La potencia melódica y armónica de esta canción y su sentencia espectral alimentan la fantasía de poder oírlo como banda sonora en una aventura hacia las estrellas.
“Fantasmas” se entrega al rumor de unos sintetizadores que brindan a la cantante el sustento para contar una historia imaginada por el poeta: “Una vez más la tierra girará para volver la luz oscuridad. Tal vez diré puras locuras. Me escucharás hablando sola”, mientras suenan cuerdas fantasmales, crudas de tristeza y lamentos. “Vengan acá” confluye en el cruce improbable entre Kraftwerk y la cortina de la telenovela Perla negra. Una introducción como de cueva, fría y cavernosa se abre ante el susurro de la voz de Pankonin, que canta como si contara un secreto a voces acerca de poemas escritos de a dos sobre “el arte del instante” para finalizar, ascendente, en el mantra del estribillo.
“Las manos” es un momento de contemplación, un descanso en el ascenso al monte análogo, visualizado en el horizonte como el encuentro entre lo posible y lo perfecto. Una melodía casi de cuna y una atmósfera de viento suave se conjugan con la exhalación del canto, como en un saludo a la luna. “Almohadas mojadas” parece incitar al despertar, a una mañana soleada, a un grupo de ciclistas recorriendo un puerto de montaña. Con su melodía vitalista in crescendo, un éxtasis recoge la información acumulada para dirigirla a un nuevo nivel, transformando la experiencia en una estructura cualitativamente diferente, con información energética, que es indestructible y puede ser heredada.
El último eslabón en el paisaje es “Dama flotante“, donde una orquestación extasiada pero en calma entrega a la voz el cetro de la conducción. Garamona oficia de médium entre el enigma y la revelación: “dame tu mano y vení, así vamos juntas las dos” comienza, en peregrinación, para después preguntarse “¿cómo es la aventura de vivir acá?” y finalmente afirmar que “todos nuestros sueños se cumplirán”. Predicciones al amanecer, estertores de una impresión. La música se apaga lentamente, para recordarnos que somos nosotros los que tenemos que emprender el viaje. Hay un comienzo y un final. Hay océanos, orillas, lagos, valles, montañas que guardan su secreto. Y hay música, ese querido misterio.
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