“No importa si todos morimos/ La ambición en la parte trasera de un auto negro”, fueron las palabras con las que The Cure abrieron su disco Pornography, una de las obras fundamentales de la iconografía dark de la new wave de los 80. A pesar de tal ambición y aunque Robert Smith sea uno de los reyes indiscutidos de la calle sombría, la muerte no le reservó una plaza en aquel panteón reservado para otros ángeles negros, como sí lo hizo con su admirado Ian Curtis.
Las noches negras interminables, la quietud de una lágrima y los pedidos cándidos de amor reaparecen como figuras preferidas en Songs of a Lost World, obra en la que la esencia de The Cure se aglutina para irradiar uno de sus últimos fulgores. La banda no había conseguido semejante poder de síntesis desde los 80, gran parte porque sus discos de los 90 y principios de los 2000 se abocaron a explorar un costado más pop y colorido. Por el contrario, su decimocuarto álbum es una reflexión sofisticada sobre los ideales perdidos de la juventud de aquel chico que jamás dejó de maquillarse y vestirse de negro.
Para arropar las esperanzas tristes y los sueños rotos, la cavilación afable del álbum se nutre de una melancolía retorcida: la otra muerte, no la que se perdió -no la apoteótica y precoz de la bella juventud- sino la que trae el paso inexorable del tiempo se siente cada vez más cerca. Lo único que le queda a Smith es el retorno a los puertos de belleza oscura que nadie supo dibujar en la historia del pop como él, pero ahora bajo la óptica de un hombre en sus últimos años y la templanza que esto trae.
A través de preludios con mínimas variaciones, las canciones de Songs of a Lost World construyen una tensión que irrumpe con la icónica voz de Robert Smith, que hilvana poesía, imágenes y conceptos que intentan desintegrarse en los minutos iniciales del disco. Pocos cantantes de rock logran centralizar la voz como Smith, que conserva intacto el color y la expresividad de su registro vocal.
Las melodías son desgarradoras y tiernas, sumando matiz al paquete de pianos y sintetizadores melancólicos en el que vienen, generando un desconcierto que nunca nos hace salir del todo de la dominante tristeza. En Songs of a Lost World, Smith afronta su último viaje en el refugio del amor, sobre el final de un mundo que se pierde, como canta en “And Nothing is Forever“.
En la cúspide de su carrera, la banda se recuesta a sopesar sus guitarras oscuras y teclados opresivos sobre baterías que terminan de implosionar las impurezas de nuestra subjetividad. En una obra compacta y coherente con las épocas más representativas de la banda, el álbum celebra los aires de aquellas introducciones extensas, atmosféricas y aparentemente monótonas de sus obras cumbres como Disintegration o Faith, en canciones como “Alone“, “And Nothing is Forever” o “Endsong“. Incluso la expectante “Warsong” nos recuerda a “The Kiss“, el track de apertura del disco Kiss Me, Kiss Me, Kiss Me.
¿Cuál es el valor de una obra que, como en esos trances cercanos a la muerte, repasa en un pantallazo toda su vida? En El grado cero de escritura, el teórico Roland Barthes cree que en general no existen casos en los que la vejez sea una heroína novelesca; no obstante, algo que la figura del viejo comparte con el niño y el adolescente es una situación existencial de abandono. Así como el ser humano logra una relación inédita y dolorosa con su mente y cuerpo sobre el final de su vida, la cosmovisión de The Cure encuentra en esa desolación un costado mágico y profundo. Es desde ese “silencio de un latido” que el mundo opaco y perdido de Robert Smith se traduce como el final de una melancolía épica. Y es que los seguidores de la banda tampoco quieren curarse, sino seguir esperando la cura.
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