Lejos de la prolijidad y del esnobismo de las bandas de hoy a las que se define como “postpunk”, el sonido de electroyonki remite a atmósferas y estados de ánimo propios del género original, sin caer tampoco en referencias cliché o en la copia textual de las estéticas y actitudes propias del mismo. Parte de su naturaleza proviene del surf-rock, de su vértigo y velocidad, pero aquí ya no se trata de monstruos espaciales y mutantes atacando a chicas en bikini; ya no hay más playas, sólo olas negras bajo techo… tampoco hay autos descapotables recorriendo largas carreteras que atraviesan el desierto, si no miradas encerradas tras el vidrio, presenciando el desfile de luces de la ciudad, sus reflejos sobre charcos en el pavimento. En su música, la atmósfera no es hospitalaria, pero tampoco es hostil. Sucia, pero sutil. Densidad liviana, o ligereza densa. Electroyonki es deslizarse por un tobogán ondulante hasta una caída abrupta y en picada.
Electroyonki existe durante la noche. Entre lo tóxico y lo contaminado. No tiene inocencia. Le sobra confusión. Orgiástico. Espontaneidad distorsionada, introversión desafiante. Sus presentaciones en vivo son breves, intensas y frías, su música y su concepto (y también su imagen) emergen de una forma de vida, no es algo preformulado. Más que una búsqueda musical, es música que forma parte de una búsqueda personal. No es nada que se adapte a nada en concreto, no es más que una parte de sus vidas. Es desorden hormonal, malhumor femenino. Es algo trágico. Mareos, ver borroso. Electroyonki es un sueño del viaje en el tiempo de punks que de repente se encuentran en un libro de Burroughs, en una narración de Hunter Thompson, en peleas callejeras. Bailes quebrados y puños cerrados. Marginal. Es una roadmovie de la ruta 3. Es voltaje y alta tensión. Electroyonki nos trae una sensación de turbiedad desde la patagonia under. Flanger químico y reverb tóxico en bidones.
Texto: Máximo Pagano