Shaila es una de esas bandas que marcan una época y la atraviesan al mismo tiempo. Siempre se identificaron como una de hardcore punk melódico para decir lo que otros callan. Con letras que reflexionan, incomodan y conmueven, su música invita al pogo y, al mismo tiempo, interpela, despierta y acompaña. En cada disco, en cada recital, sostienen una idea de comunidad donde el escenario es solo la punta del iceberg. Shaila es intensidad, pensamiento y emoción en estado puro.
Este año, Shaila se prepara para dar uno de los shows más importantes de su historia: su primera vez en Obras Sanitarias, "El Templo" para cualquier banda del rock argentino, pero aún más simbólico para una que lleva más de tres décadas de camino recorrido. "Es una locura todo", reconoce Joaquín Guillén, cantante del grupo, en conversación con Indie Hoy.
La banda no solo se encuentra ensayando, sino también en medio del proceso de composición de un nuevo disco, lo que complejiza y a la vez nutre la preparación: "No es lo mismo estar preparando una fecha dentro de un proceso creativo, cuando la sala está viva porque estás componiendo".
La organización del show también los obligó a adaptarse a nuevas dinámicas. "Nosotros venimos con una data, pero hay muchas cosas que tuvimos que aggiornarnos. Ahora tenés que anunciar con muchísima anticipación —dice Joaquín, recordando cómo su manager llegó al segundo ensayo ya con la necesidad de fijar una fecha—. Yo le decía: ¡Estás en pedo! Si recién estamos tocando de nuevo”. El año pasado, Shaila se presentó en el C Art Media tras ocho años sin pisar un escenario.
El reencuentro, sin embargo, no fue solo con el público: también fue con las canciones y entre ellos. Shaila no fue nunca una banda armada por casting ni por coincidencia musical. “Éramos amigos de antes —recuerdan—. Típico grupito de amiguitos de nueve años. Yo le pedía permiso a mi viejo para ir a dormir a lo de Yasser. La banda se armó sobre esa base”. Joaquín cuenta que lo mandaron a cantar porque, según él, "no servía para nada", aunque el tiempo se encargó de demostrar lo contrario.
Más allá de algunas peleas —“Estuve un año peleado con uno, dos con otro. No voy a dar nombres”, bromea—, el grupo nunca dejó de verse, de compartir momentos fuera del escenario. Volver a tocar juntos fue, más que un regreso, una reactivación emocional. Algunas canciones salieron enseguida, “como andar en bicicleta”, otras costaron más: “Había momentos que era una laguna total. Todos frenábamos: ‘¿cómo era esto?’”.

En el reencuentro con las canciones, algunas aparecieron como si el tiempo no hubiera pasado. “Tocamos ‘Yo’, la de Progresar, de principio a fin en el segundo ensayo. Nos miramos todos como diciendo: ya está, boludo”, recuerda Joaquín. El tema siguiente fue un desastre, pero ese primer fogonazo dejó claro que algo del vínculo con la música seguía intacto, incluso en medio de la pausa. Pero hay algo más profundo en este retorno: una conciencia de lo que Shaila representa para muchas personas. “Si lo hacíamos, queríamos hacerlo bien, con responsabilidad, con ganas”.
Mientras ensayan para su noche en Obras, Shaila también está gestando nuevo material. Joaquín y Pablo intercambian ideas y maquetas por WhatsApp, escriben desde el teléfono, graban bocetos, los rebotan en el grupo. “Es una locura, pero toda esta parafernalia moderna agiliza el proceso”, dice. La idea es clara: grabar un nuevo disco en el verano, con la mira puesta en 2026. “Quizás antes saquemos algo. Estamos charlándolo”, adelanta el cantante.
Volver a componer también vino con la necesidad de decir algo. Después del reencuentro del año pasado —con un show cargado de emoción y una audiencia fervorosa—, sintieron que había algo más por construir: “Hay cosas para decir sobre lo que pasó y lo que está pasando. Y nosotros también, creo, lo necesitábamos”, afirma Joaquín.
Al pensar en el repertorio para Obras, el músico imagina ciertos momentos clave. Uno de ellos ocurre cuando el público se adueña del micrófono. “Cuando me callo en ‘Bajo el agua’ y escucho a la gente cantar, siento que no estoy solo”, dice. Esa conexión se volvió parte esencial de la experiencia Shaila: dejar espacio, generar comunión. “La banda se fue callando para escuchar al público. Es algo que se dio naturalmente. Desde Cemento o Arlequines, buscamos esa simbiosis, ese ida y vuelta irrestricto”.
En ese intercambio con el público hay canciones que cargan con una historia más profunda, como las del repertorio de Mañanas, su álbum de 2004. “Ese disco tiene una historia tremenda que nadie sabe”, suelta Joaquín. En plena búsqueda sonora, se cruzaron —por esas casualidades que parecen escritas a mano— con Luis Alberto Spinetta.
“Terminamos en la casa del Flaco —cuenta Joaquín—. Le regalé una remera de Shaila y un disco de El engaño, que era el último que teníamos. Nos mostró el estudio y fue increíble. Y yo cometí la herejía de decirle que nosotros teníamos un operador que queríamos que nos grabara, qué se yo. Y él, con toda la educación y gentileza, me mandó al córner. Me dijo: está buenísimo, pero yo grabo acá. Una persona espectacular". Así apareció Javier Suárez, con quien grabaron Mañanas y El camino.
“La verdad que hoy escucho Mañanas y me quiero matar por el audio”, confiesa entre risas, pero en ese entonces, la decisión fue clave: “No había mucha gente que curtiera ese estilo y se dedicara a grabarlo. Teníamos ProTools y no mucho más”. El disco se grabó en la casa de Javier, y mientras tanto, el grupo armaba los CDs a mano y cruzaba la cordillera en micro para venderlos en Chile. “Con esa plata pagábamos la grabación. Algunas copias sí, otras no. Nos paraban en la frontera, era un quilombo. Pero eran historias hermosas, con deudas por todos lados”, recuerda.
En 2020, Shaila sorprendió con Malas influencias, un EP de versiones de bandas emblemáticas del punk argentino. Una especie de homenaje íntimo y visceral a quienes les marcaron el camino, como 2 Minutos, Flema y Fun People. “Eran temas que ya veníamos tocando en la sala”, cuenta Joaquín, y reconoce que la chispa la encendió Santi, uno de los guitarristas: “Creo que fue él quien tiró la idea de grabarlos, como un gesto simple y sincero hacia las bandas que nos formaron”.
La selección no fue racional ni estratégica, más bien, una continuidad natural de lo que sucedía entre paredes transpiradas y cables cruzados. “En un momento, Santi se ponía a cantar y yo me pasaba a la guitarra. Tocábamos de todo, desde La Polla Records hasta los Ramones. Lo que saliera. Si los pibes estaban ahí copados, lo mandábamos”.
La escena donde Shaila creció era un mosaico crudo de estilos, identidades y tensiones. En festivales como los legendarios Festipunk de Cemento, compartían cartel con íconos del punk y el hardcore local, como PiL, 2 Minutos, Doble Fuerza y Embajada Boliviana. “Nosotros íbamos mucho a ver esas bandas. Tocábamos muy poco todavía. Hacíamos fechas chicas con bandas amigas, y a veces nos colábamos en recitales más grandes si algún productor nos tiraba un hueso”, recuerda Joaquín.
En ese circuito, las diferencias estilísticas también se hacían sentir. El punk más melódico que abrazaba Shaila a veces chocaba con los sectores más tradicionales o más rudos del punk argentino. Pero no había rencores, solo una energía un poco más áspera. “Te agitaban, volaban un par de cachetazos, pero no pasaba de ahí. Era otra época”, dice, con una sonrisa que mezcla memoria y distancia.
En esa misma época, Shaila ensayaba en horarios impensados, como de medianoche a las dos de la mañana, en una sala prestada por Pato Strunz, baterista de Malón y Hermética. Hacían sus propias fechas en lugares insólitos, como el sótano de un restaurante peruano en San Telmo. “Alquilábamos eso y metíamos todo ahí. Fue la etapa de tocar por tocar, de armar comunidad, de aguantar", recuerda Joaquín.
Esa necesidad de crear su espacio propio también tuvo un correlato ideológico. Joaquín destaca el papel de Nekro, líder de Fun People y Boom Boom Kid, como una figura que ayudó a descomprimir cierta violencia de la escena donde, según cuenta entre risas, había mucha testosterona: “Íbamos a ver a Nekro y era otra vibra. El pogo era un caos, pero abajo del escenario había buena onda, respeto. Un poco eso es lo que siempre quisimos construir: que haya lugar para todos, que se pueda escuchar y hablar sin bardos".
Desde los sótanos de San Telmo hasta el escenario de Obras, el recorrido de Shaila es también la historia de un cambio: de escena, de época y de formas de vincularse con la música y con el otro.
Cuando se le pregunta a Joaquín sobre a qué le canta Shaila hoy, la respuesta no tarda en llegar, pero lo hace desde un lugar reflexivo, incluso incómodo, como si masticara las palabras mientras las dice. “Hoy hay temas que volvieron a la mesa, que están ahí otra vez, como si no los hubiésemos discutido lo suficiente”, dice.
Uno de ellos —y quizás el que más lo inquieta— es la noción de libertad. “Me preocupa cómo se está usando la palabra, cómo se vacía de sentido. Hay gente que cree que mirarse el ombligo y pensar solo en su libertad personal es un bien general, cuando está recontra probado que eso no funciona así”, plantea, con convicción. Para Joaquín, hablar de libertad sin contemplar valores como la solidaridad o la empatía es como correr una carrera sin línea de llegada. “Eso hay que discutirlo. Y mucho”.
Pero no es lo único. La historia argentina —esa que parece repetirse como si girara en círculos— también ocupa un lugar importante en su radar creativo. Lo angustia ver cómo la participación política cae en picada, cómo la apatía crece y el hastío se enquista. “Eso no pasa porque sí. Y si no se recanaliza, es realmente peligroso”, advierte. Desde ese lugar, las letras nuevas no sólo buscan decir algo, sino también entender. Preguntarse. Revisar. “A veces uno escribe para decir, y otras para discutirse a uno mismo. Yo antes tenía certezas que hoy ya no estoy tan seguro de sostener”.
Esa evolución personal —atravesada por la paternidad, los fracasos, el paso del tiempo— también marca su manera de pararse frente a lo nuevo: “Ser padre te cambia la perspectiva, te da otro prisma. Te hace escuchar distinto, escribir distinto”.
El recuerdo del último disco de estudio, Contraindicado (2014), le trae una sonrisa honesta. “Estoy bastante bien con ese disco. Fue un proceso muy lindo, donde participamos todos, donde todo se cuestionó. Y eso, cuando pasa en una banda, es un montón”, dice con afecto. En lo personal, aquel momento lo encontró en plena transformación: con sus hijas, con obligaciones, con menos tiempo para tocar, pero con más claridad para crear: “Hay un momento donde sos muy joven y otro donde ya sos muy viejo, como el que nos toca ahora. Y la verdad es que me chupa un huevo todo eso. Ahora tengo ganas de tocar”.
Shaila, más que una banda que regresa, parece una banda que vuelve a mirarse desde otro lugar. Con preguntas nuevas, otras certezas, pero con la misma urgencia de siempre por estar presentes. Porque como dice Joaquín, hay cosas que todavía hay que decir.
Shaila se presenta el sábado 11 de octubre a las 19 h en Estadio Obras Sanitarias (Av. Libertador 7395, CABA). Las entradas están disponibles a través de CoolCo, con un 20% de descuento para socios de la Comunidad Indie Hoy.