En la esquina de Caseros y Jujuy hay una multitud inhabitual de personas. Son las seis de la tarde. Padres con hijos, grupos juntándose alrededor de una botella. Están vestidos de rojo y blanco, hay globos aerostáticos pintados en el pecho, la gorra, la campera. Juega Huracán y está a punto de ganarle a Banfield por tres goles. Pero eso aún no se sabe en Parque Patricios, aunque se viva un aire de inminencia. A metros de esa esquina, en la que quizás sea la única sala de ensayo con ventanales al exterior y luz natural en la ciudad, está por ensayar Suárez por (casi) última vez antes de su show de este sábado en el Konex.
Rosario Bléfari ya me había adelantado hace meses que no tenían ganas de hacer entrevistas, no querían contestar lo que ya respondieron el año pasado cuando se reunieron después de 15 años sin tocar. Le insistí y entre todos decidieron dejarme presenciar el anteúltimo ensayo, sin preguntar, solo observar. Estoy con mi libreta y mi lapicera.
A las 18:30 entro a la sala. Marcelo Zanelli (guitarra) y Diego Fosser (batería) improvisan algo mientras los demás entran y salen a fumar en el patio. Me siento en un cubo en el lado opuesto a la batería nueva de Diego. “Estoy enamorado, todo lo que le pido me lo da”, le dice después a Fabio Suárez (bajo). Se la compró hace un año y tardó siete meses en llegar, dice que cumplió el sueño de su vida. Se nota.
Entra Gonzalo Córdoba (guitarra), se cuelga su instrumento y toca con el pie un pedal. Rosario agarra el teléfono y lee tres nombres de canciones. Van a tocar la lista definitiva del sábado que resolvieron en el ensayo anterior. Lo habían anotado en papel y se les perdió, pero alguien lo mandó por las dudas a su grupo de WhatsApp, así que leen desde la pantalla. Suena esa canción oculta de Hora de No Ver (1994) pero no, no voy a spoilear la lista. Solo una, y otra vez capaz.
Fabio se desata los cordones de las zapatillas sin sacárselas, es como el gesto de aflojarse la corbata de un oficinista pero en este caso es el de un abogado que es rockero. Usa el mismo bajo que en los ’90, con las marcas de los años. Se posiciona bien cerca de Diego; a su lado Gonzalo y Marcelo, como en una hilera tribunera, cada uno frente a sus pedales y sus equipos color beige. De espalda a los ventanales, los tres hombres de las cuerdas y la distorsión, uno al lado del otro. En la otra punta de la sala y en diagonal está Rosario.
La lista se sucede en un zigzag temporal. Rosario hace hincapié en modular bien cada palabra, que se entienda lo que está cantando. Sé que es una obsesión adquirida, algo que la ocupa. Y alguien se equivoca, no sé quién, ni ellos se dan cuenta, pero salta a la luz que no están tan de acuerdo en qué momento de la canción hacer el cambio de acorde. Alguien dice que en el disco estaba de una manera pero que lo venían haciendo de otra. “El disco es una referencia”, dicen al unísono Fabio y Gonzalo. “No lo pensemos más, cortemos ahí donde nos sale”, concluyen. Prueban el cambio una vez más, les sale perfecto. O no, y alguno se mira de costado y sonríe. Pero pasa, y siguen.
“Siempre hay un margen amplio de improvisación en Suárez. Tenemos una estructura, pero hay libertad para que aparezcan ruiditos que después no están, es por única vez. Así somos”, me dice Rosario después, cuando hacen una pausa para comprar una Coca, unas pepas de frutos del bosque y llamar a Nina, su hija.
En los ’90, me cuenta Diego, estaban en la sala de ensayo todos los días porque Gonzalo se había hecho una. Iban a diario, aunque no siempre ensayaban de manera enfocada como cuando pagan una sala. Ahora, aún en el recreo, parece diferente. Hay que solucionar lo que queda por resolver, hay que ver el pronóstico del tiempo. Hay que recibir al stage que los va a ayudar ese día, hay que arreglar lo del flete. Cuando entra Rodrigo y saluda a cada uno se sienta al lado de la batería, pone cara de fan, graba una story para su Instagram, parece contento.
Por la esquina del barrio ya no circula más gente disfrazada de futbolista, se ve desde el ventanal. Debe haber empezado el partido. “Excursiones” aparece ni bien se hace de noche. Los hits tienen una energía ineludible, son más que solo canciones que gustaron. A veces los mismos músicos se hacen los que no les importa tanto, pero acá adentro circula una nueva adrenalina. Lo que se viene es un in crescendo de ruido, voz y fuerza. La lista está buena.
Mientras Gonzalo y Marcelo afinan sus cuerdas -las cambiaron ese mismo día-, le pregunto a Rosario, “¿te arrepentís de que la Rosario del pasado haya hecho canciones así de agudas?” y me dice que no, que ella es soprano y que con el tiempo su registro natural fue primando, porque le queda más cómodo. “‘Río Paraná’ la tuvimos que subir para que me cueste menos. Si es muy grave no sé de dónde sacar el volumen de la voz”, me responde. Yo anoto.
Los veo avanzar perfecto en las canciones que escuché mil veces, que ellos mismos crearon y que tantas otras veces tocaron. Están ajustadísimos. Ensayan hace meses. ¿Por qué? Porque salió la secuela de Entre dos luces, el documental que hizo Fernando Blanco. Se llama Cien caminos – Suárez segunda parte, y ganó a mejor film nacional en el Festival Rock N’ Doc Festival el miércoles pasado. Este show es un homenaje a eso. O una excusa.
Antes de irme pienso que un ensayo es una práctica de entrega y humildad, donde la personalidad es puesta al servicio de un grupo y de la canción. Los errores están ahí para todxs, igual que los aciertos. Ellos deciden rápido, sin discutir demasiado, sin negociar mucho, y avanzan. La lista es larga y ya son las 21:15, se pasaron del horario. Les quedan tres temas. Los veo concentrados. Van a estar muy bien.
Terminan. Les pido una foto. Fabio me dice que tiene una estricta regla anti-fotos pero que bueno, solo por esta vez. Me subo a un banco en una esquina y les saco una con el teléfono. Marcelo y Rosario ponen cara de desafiantes. Están concentrados. Están muy bien.