Una temporada en el infierno fue no solamente un hito literario que redefinió los cauces de la poesía. Sus resonancias influenciaron a una generación de artistas de distintas disciplinas que han abrevado en la obra del poeta francés Arthur Rimbaud como una fuente de constructos ideológicos y estéticos. Algunos músicos de rock cercanos a la literatura, como es el caso de Luis Alberto Spinetta, siempre lo tuvieron por referente.
“Rimbaud para mí es, poéticamente, una luz total. Rimbaud era un tipo rock hace cien años, un rockero. No existía la guitarra eléctrica, pero si hubiera existido, ese tipo hubiera tocado rock. Se desarrolló en una forma de expresar su sensualidad interna y de expresar su propia energía de una manera luminosa”, expresó el músico a Revista Gente en 1972, quien devoto de la poesía francesa, dedicó un disco entero a la poética de otro poeta francés atormentado: Antonin Artaud.
Abril-agosto de 1873: esta es la catalogación con la que Arthur Rimbaud sella el último renglón de su obra más icónica, dando cuenta de los meses intensos que le llevó realizar el libro. Luego de emplazar la última frase, concretaría una edición de autor independiente realizando pocos ejemplares, de los cuales la gran mayoría se quedarían en la bodega de una imprenta por falta de pago. Pocos días antes del 20 de octubre de 1873, fecha en que el poeta cumpliera 19 años y abandonara para siempre la literatura, el autor buscó unos escasos ejemplares que pudo pagar, y los repartió entre algunos amigos. Fue de esta manera que la obra pervivió de mano en mano hasta que finalmente cobró relevancia a comienzos del siglo XX.
Una temporada en el infierno se compone de una prosa poética con una sintaxis caótica, casi como un solo eléctrico de guitarra tormentosa o como una voz abrumadora de un cantante protopunk. Porque una de las caras de ese infierno es la áspera realidad sociopolítica a la que el poeta, metafóricamente, desenmascara. Así, la prosa alterna entre críticas sarcásticas que son intervenidas con retazos líricos, dándole al texto un carácter rapsódico, cargado de imágenes sensoriales, por momentos crípticas, que encierran capas de sentidos: “La teología es seria, el infierno está ciertamente abajo, y el cielo en lo alto. Éxtasis, pesadillas sueño en nido de llamas”. Los signos visuales y auditivos hacen del libro una notoria adherencia a la estética simbolista, por lo que algunas líneas son casi como trazos pictóricos que arropan un concepto o una reflexión: “¡Ha sido recuperada! ¿Qué? La eternidad. Es el mar mezclado con el sol”.
Antes de este libro mítico del poeta francés por antonomasia -podio que quizá comparte con Baudelaire-, el joven irreverente de una zona rural de Francia escribió la mayoría de sus poemas entre los 16 y 20 años. Según precisa la biografía escrita por Graham Robb, no fue hasta el 8 de agosto de 1873 que el autor decidió pulir su prosa poética en clave de autobiografía de aquellos años frenéticos, y dejarla lista para su impresión, luego de que su compañero y también poeta, Verlaine, fuera sentenciado a dos años en prisión y al pago de una multa por pruebas de sodomía y por dispararle al joven Rimbaud en medio de una relación amorosa y caótica. Como corolario, decidió dar cuenta de esa temporada en la que había alcanzado vislumbres poéticos que, por momentos, eran infernales ya que la obra supo amalgamar como pocas el binomio vida-arte, sustrato que sedujo a muchas generaciones de jóvenes.
¿Cuáles eran estas visiones? En su famosa carta de los 17 años a su profesor de literatura, Georges Izambard, el joven poeta definía su política perceptiva para alcanzar el verdadero estado poético: “Quiero ser poeta y me estoy esforzando en hacerme vidente: (…) Ello consiste en alcanzar lo desconocido por el desarreglo de todos los sentidos. (…) Nos equivocamos al decir: yo pienso. Deberíamos decir me piensan. (…) Yo es otro”. Fue semejante su búsqueda de vivenciar el hecho poético no solo en el papel sino también en el cuerpo, en la vida misma, hasta en la alucinación sinestésica de los sentidos junto a la experimentación con opiáceos, que ofrecían algunas visiones de halos ominosos: “He bebido un colosal trago de veneno. ¡Tres veces bendito el consejo que me ha llegado! Las entrañas me queman. La violencia de la pócima tuerce mis miembros, me hace deforme, me embiste. (…) ¡Este es el infierno, el castigo infinito! (…) No puedo detallar mi visión, ¡el aire del infierno no permite himnos!”.
El libro supone una profunda crítica a las instituciones que la burguesía -la nueva clase dominante de finales del siglo XIX- estatizaba cada vez más: la fuerza del trabajo, el matrimonio, los rituales cristianos vaciados de sentido y ejecutados con un cinismo fueron el foco de la rebeldía poética de Rimbaud, que hacía ingresar a su programa literario prácticas de la modernidad para dinamitarlas en el centro del poema a partir de imágenes simbólicas. De esta actitud casi anárquica, es que Patti Smith haya afirmado que Rimbaud fue “el primer punk”, cien años antes de que el movimiento más irreverente del rock cobre estamento en los 70 con los Sex Pistols y Ramones. Smith amó la energía jovial e insumisa de Rimbaud, su estética de escombros y su errar urbano tan altivo, dedicándole textos suyos, visitando las calles y los muros derruidos donde vivió el poeta su adolescencia, y su tumba en su ciudad natal Charleville. La gran mayoría de sus letras están influenciadas por la pluma de Rimbaud y sus simbolismos, sobre todo por su ideología de vida. “Land” de su álbum debut Horses (1975) tiene referencias explícitas al poeta.
En este sentido, el perfil contracultural del poeta y sus consumos estéticos marginales y contracanónicos también se leen en algunos pasajes del libro, en detalles al pasar que advertimos en la lectura, junto al caminar del poeta que recorta objetos casi como en un ready made anticipado: “Me resultaban irrisorias las celebridades de la pintura y de la poesía moderna. Yo amaba las pinturas idiotas, arriba de las puertas, los decorados, los lienzos de saltimbanquis, los letreros, las iluminaciones públicas. (…) Amé el desierto, los vergeles arruinados, las tiendas desvaídas, los brebajes tibios. Trajinaba por las calles fétidas y, con los ojos cerrados, me entregaba al sol, dios del fuego. (…) General, si aún sobrevive un viejo cañón sobre tus murallones en ruinas, bombardéanos con bloques de tierra seca. ¡A las vidrieras de los espléndidos negocios!”.
El sarcasmo al bautismo, a las fuerzas del trabajo, al amor que “debe ser reinventado”, al honor francés, son justamente algunos de los pasajes del averno Rimbaudiano. Son imágenes que preludian como una carta de un exilio que finalmente sucederá años después, cuando Rimbaud abandone la poesía y se aventure por África; pero también, desde ese culto de contracorriente es la forma que encontró para extraer la poesía que le permita experimentar en el cuerpo y en el intelecto la voluptuosidad y el torbellino de la existencia, por lo que asistimos a un sujeto poético, en ocasiones, de una gran lucidez y entusiasmo: “Había entrevisto la conversión al bien y la dicha, la salvación. No puedo detallar mi visión. Había millones de criaturas encantadoras, un suave concierto espiritual, la fuerza, la paz, las ambiciones nobles, ¡qué sé yo!”.
La sensación de montaña rusa que experimentamos al leer el libro se relaciona con lo que advirtió Alain Badiou, ese recurso que el crítico identifica como “anulación”; esto es, aquello que se enuncia como vigor o iluminación, en el renglón siguiente cobra la valoración opuesta. Veamos: “Al decir que poseo la verdad, que distingo la justicia, juzgo con salud y pertinazmente, estoy listo para la perfección… Orgullo”. Luego, por lo tanto, en la frase siguiente aparece el terror, la angustia, el paso atrás, la visión que sobrepasa y deja inerme al poeta: “¡Misericordia! Señor, estoy temeroso. Estoy sediento, ¡muy sediento! (…)”. Este pulso de escritura va guiado, en sus pasajes más emblemáticos, por la tónica de un gurú, esa poética que Jim Morrison tanto admiró: “¿Desean escuchar cantos negros, ver danzas de huríes? ¿Desean que desaparezcan, que me hunda para buscar el anillo? Produciré oro, remedios. Confíen en mí. La fe consuela, guía, cura. Vengan todos -aun los niños pequeños- permítanme que los socorra y derrame el corazón por ustedes”. O de un loco visionario, de un evadido del mundo: “Decididamente estamos fuera del mundo. Ya no más sonido”.
Octubre de 1873. Punto final para una época de una búsqueda poética que hoy, a casi dos siglos, resulta ineludible celebrar.
4 canciones inspiradas en la vida y obra de Rimbaud
Fue notorio el afán de Morrison por la literatura y por la poesía en particular. Recordemos que el nombre de la banda The Doors surge por una frase del poeta inglés William Blake: “Si las puertas de la percepción se depuraran el mundo aparecería ante los hombres tal cual es: infinito”. Cuando abandonó su banda, decidió refugiarse en París para dedicarse íntegramente a la poesía -su primer y más esencial oficio- hasta su muerte en 1971.
La canción “Wild Child” de The Doors pincela un retrato del “enfant terrible” de las letras francesas: “Niño salvaje lleno de gracia salvador de la raza humana […] Un antiguo lunático reina en los árboles de la noche […] ¿Recordás cuando estábamos en África?”.
Nick Drake es una de las figuras de culto en la música inglesa. Vivió intensamente y murió joven como Rimbaud. Formado en literatura en la Universidad de Cambridge, su disco icónico Pink Moon (1972) refleja su adhesión a la estética surrealista y simbolista. Los signos que esconden la añoranza y la inocencia perdida atraviesan toda su poética.
Rimbaud abre Una temporada en el infierno con las siguientes líneas: “Antaño, si recuerdo bien, mi vida era un festín donde todos los corazones se derramaban, en el que todos los vinos hacían torrentes. Una noche senté a la belleza en mis rodillas y la encontré amarga”. Atendamos ahora el paralelismo de las letras del poeta francés con las de Nick Drake en su canción “Place to Be”, con ese matiz alucinatorio y visual: “Cuando era joven, más joven que antes/ Nunca vi la verdad colgando de la puerta (…) Y yo era verde, más verde que la colina/ Donde las flores crecieron y el sol brillaba todavía/ Ahora soy más oscuro que el mar más profundo/ Solo entrégueme, dame un lugar donde estar”.
Bob Dylan siempre fue reconocido por sus dotes literarios no solo en sus letras, sino en algunos de sus libros como Tarántula (1971), una prosa poética surrealista. En “You’re Gonna Make Me Lonesome When You Go” publicada en 1975 en su álbum Blood On The Tracks, el cantante compara su relación amorosa a punto de quebrarse con la que tuvieron Rimbaud y Verlaine.
Ian Curtis es un mito del rock, y no solo por su precoz suicidio. Como Morrison o el Indio Solari, inicialmente fue un hombre de letras, un poeta y un artista global puesto a cantar en una banda de rock. Sus letras en Joy Division han reflejado el decadentismo social y los pasajes lúgubres de la existencia, tópicos heredados del poeta maldito francés: “Sin alma y empeñado en la destrucción/ Una lucha entre el bien y el mal/ Corazón y alma, uno se quemará/ Un abismo que se ríe de la creación/ Un circo completo con todos los necios/ Fundamentos que duraron las edades/ Luego se desgarraron en sus raíces”, canta en “Heart and Soul“.
En “Come As You Are” de Nirvana, como en gran parte de lírica de Kurt Cobain, se plantea la dicotomía juvenil de pertenecer o no a la sociedad, de ser reales o no en nuestras búsquedas identitarias: “Ven tal como eres (…)/ Tomate tu tiempo, date prisa/ La elección es tuya, no llegues tarde (…)/ Ven empapado en barro/ Empapado en lejía”. Cobain quien siempre ha rehuido de la fama, la presión social y los roles institucionales trató de purgar su inconformismo en sus guitarras sucias y en sus letras de crítica mordaz.