Conocí a Ana en un taller de teatro varios años atrás. Con un grupo estábamos armando una compañía de teatro y recuerdo que Ana llegó con ganas de trabajar los texto de Copi. En aquel momento no se hablaba tanto de Copi y me pareció increíble que también lo conociera y lo leyera. Cuando tuve la oportunidad de hablar con ella, me contó que escribía poesía (de hecho, recibió un premio de la Universidad de Morón por su trabajo) y me dijo que en cuanto tuviera oportunidad, se iba a poner a dirigir “una” de Copi: “pero no sus obras, quiero poner en escena sus historietas”.
El año pasado estrenó Tinta, una obra donde se teatralizan no solo las viñetas de Una mujer sentada sino también de historietas de Fontanarrosa, Oesterheld, Solano López y Breccia. Esa es un poco Ana, una mina que sueña con los deditos de los pies en la tierra.
Vivió en Lima, intentó hacer teatro allá, siguió escribiendo, volvió a Buenos Aires. Se enfermó de laburo y escribió su primera novela, La Manada, una especie de novela apocalíptica con muchas reminiscencias a Copi, a La guerra de las mariconas (o las locas, según la traducción) o La vida es un tango. La novela recibió una mención de honor en el concurso Eugenio Cambaceres organizado por la Biblioteca Nacional y fue publicada el año pasado por la editorial Zona Borde.
YT- Hay un elemento sorprendente en La Manada y es ese costado “premonitorio”, si se quiere, de la trama. Un escenario post apocalíptico donde ha habido un total vaciamiento cultural, la era de las corporaciones. ¿Sentís que capturaste algo que se respira en la época?
AL- La Manada nace como un desahogo frente a cuestiones que tenían que ver, entre otras cosas, con el trabajo en el que estaba por aquel entonces. Yo era redactora en una multinacional de branding y con algunos compañeros solíamos decir, como broma, que trabajábamos para hacer de este mundo un lugar peor. Pero, más allá del chiste, sabíamos que había mucho de eso. Ese era mi contexto, y pienso que estar inmersa en ese lugar, empapada por un imaginario y una (in)sensibilidad empresarial (el lenguaje, los valores, la despolitización o el rechazo de la política y más), cruzado con algo de mi formación académica (conceptos que, en ese tránsito, me habían movilizado particularmente) posibilitó cierta lectura de lo social. Y la ciencia ficción es una herramienta de crítica muy interesante, que funciona como un espejo deformante y habilita una mirada extrañada.
– Mercados-nación, marcas dando identidades a pueblos enteros, pueblos que renuncian a su soberanía voluntariamente y sin embargo la gente sigue infeliz. ¿Algo de esto pudo haber sido una de las hipótesis que impulsó el texto?
El mercado moldea subjetividades insatisfechas. Opera sobre el deseo para provocar el consumo. Las empresas saben bien que deben pisar fuerte en el terreno emocional, colonizar imaginarios, crear experiencias. La bajada de línea de la casa matriz de mi laburo era que debíamos crear marcas que la gente amara. Me parecía una idea bizarra y, al mismo tiempo, sofocante. Las marcas surgen para indicar una propiedad. Amar una marca es amar el signo de algo que no es tuyo o, peor aún, que creés tuyo porque lo consumís. Me parece una imagen desesperante. No veo cómo podría haber felicidad en un mundo así.
-Siam es un villano de guante blanco, tiene la apariencia de un magnifico que haría lo que fuere para conseguir lo que busca, pero con un perfil grotesco que se va vislumbrando de a poco. ¿Qué personajes o personas reales tuviste como inspiración para armar ese personaje?
-Es un cínico y un hedonista. Me imaginé su aspecto exterior unido a su personalidad como dos caras de una misma moneda. Y todo al palo. Creo que formaron parte de ese imaginario Vinicio Da Luna (uno de los personajes de La guerra de las mariconas de Copi), Federico Klemm, Pachano… Personajes grotescos y glamorosos (o con pretensión de serlo).
-Escribiste esta novela mientras atravesabas una enfermedad, ¿cuánto de tu momento personal influyó en el resultado final?
Me dio tiempo. Siempre me acuerdo de las palabras de Arlt, en el prólogo de Los Lanzallamas, cuando habla de esas manos fatigadas que teclean en la Underwood, hora tras hora, hasta que la cabeza se cae de cansancio. ¿Cómo crear sin tiempo? O, ¿qué tipo de creatividad producen los cuerpos cansados y explotados, tras 9 horas de jornada laboral más dos de viaje (una de ida y una de vuelta), en el mejor de los casos? Es la creatividad de escamoteo, la del rebusque. Y mi cuerpo, que suele hacerme algunas bromas pesadas, me mandó a quirófano y me hizo ganar tres semanas de licencia laboral; paréntesis que me dio el tiempo para concluir lo que había empezado meses antes y que avanzaba lentamente. Creo que también me dio la necesidad de reírme un poco.
-Hay una hibridez genérica en la novela que es muy interesante. Una fórmula que se me ocurre es Ciencia ficción distópica + policial negro + lucha de clases… ¿Algo de esto fue planeado? ¿O te encontraste con esta hibridez mientras avanzabas?
-Hay una ensalada de influencias, sin duda. Mi plan original era escribir una obra de teatro y el punto de partida había sido una noticia sobre un emprendimiento turístico en África, que aunaba tres países bajo el nombre de una nación imaginaria. Un país-marca. Empecé a bocetar ideas y a construir este mundo y me di cuenta de que era mucha trama para teatro. Tenía que ser una novela que, ya en las notas, se develaba como una distopía. El concepto de “biopolítica”, de Foucault y el de “gasto improductivo” (y destrucción de riqueza), de Bataille me daban vueltas permanentemente, aunque me da un poco de calor nombrarlos, porque no creo haber tratado estos temas con el suficiente respeto o profundidad. Pero ahí aparece la tercera pata de la cosa: largarse a escribir sin tanto análisis, sino de una manera más lúdica. Y desde el inicio yo quería que fuera una historia de lectura dinámica (no superficial, pero sí ágil).
-¿Todos tus procesos de escritura se parecen?
-En realidad depende de varios factores, pero creo que en el inicio siempre hay una imagen: un tema unido a una sensación, que despunta como postura frente a ese tema. Algo visceral, sensorial, borroso a lo que trato de ir poniéndole palabras. Merleau Ponty dice que el pensamiento no preexiste a la palabra, sino que nace con ella. Es su cuerpo, su piel. Así que escribo para saber, sobre la marcha, qué es eso que quiero escribir y que todavía no sé. Hay una motivación, algo que molesta y reclama por advenir, y un vómito que alivia. Luego vienen las correcciones y reescrituras.
– ¿Qué diferencias encontrás entre escribir novela, teatro, poesía (obviando las obvias)?
Son objetivos distintos y hay una densidad de trama distinta. La escritura aparece al abordarla, no antes. Y si al escribir, el texto se impone con una extensión determinada, hay que escucharlo. Forma y contenido son una sola cosa y a veces salen textos como balas: en lo breve está su impacto. Y otras, la extensión envuelve como la piel, se expande y teje un imaginario más complejo.
-Me hace pensar en Hugo Savino, que felicita a los escritores que dicen tener el libro cocinado en la cabeza, mientras que él solo puede pensar escribiendo.
-No había pensado en Savino, pero Marguerite Duras también dice algo como que escribir es intentar saber qué escribiríamos si escribiéramos.
–La Manada ganó una mención en el concurso de novela Eugenio Cambaceres y después fue publicada en Zona Borde. ¿Fue difícil encontrar la editorial que encajara con tu escritura?
Es difícil encontrar editorial. Hay mucha demanda y los concursos suelen ser la vía por la que se apela a lograr la publicación. Este podría haber sido el caso (la Biblioteca Nacional elaboró un informe de lectura que ofreció a editoriales), pero no: no se dio. Así que inicié mi propia búsqueda. Y sucedió que Laura Massolo, coordinadora del primer taller literario al que fui cuando era chica, había comenzado un proyecto editorial. Me contacté con ella, le pasé el material y aquí estamos. Pero de no haber surgido esa posibilidad, probablemente La Manada seguiría siendo un simple Word en mi computadora. Es muy, muy difícil comenzar a publicar.
-¿Sentís que hay un tipo de censura impuesta por el mercado, orientada a una literatura realista y de estilo canonizado? ¿Cuánto espacio hay para nuevas propuestas?
No conozco en profundidad el rubro editorial, pero creo que el realismo lo hegemoniza todo. Siempre me enojo cuando escucho decir que hay que saber escribir o actuar de manera realista antes de “romper las reglas”, como si el realismo fuera un grado cero y no una construcción más; o como si hubiera una sola forma de realismo. Y las nuevas propuestas, como siempre ha sucedido, se abren paso a fuerza de “prepotencia de trabajo” (me encanta esa frase de Arlt), rasgando la tela desde abajo, buscando o generando espacios emergentes de resistencia y creación.
-Vos también escribís teatro y montás tus propias obras. ¿Te parece que el ambiente teatral es más “amable” para arrancar?
-Es más autogestivo y colectivo. Por lo menos en Buenos Aires hay hambre por hacer y siempre se encuentra gente con quien llevar proyectos a cabo. Lo material es limitante, pero no tanto como en otros ámbitos. Si no se le paga a la imprenta, si no se compra el papel necesario no hay libro. Pero el teatro es cuerpo y mientras haya gente que quiera ponerlo, habrá teatro. Se me viene a la cabeza Ure, cuando en uno de los textos de Sacate la careta dice que hay dos caminos para ser director de teatro: o uno se forma largamente para eso, estudiando, coleccionando papeles otorgados por maestros que acrediten la idoneidad para ocupar ese lugar; o bien uno se levanta un día y dice “soy director” y siempre habrá actores, escenógrafos, vestuaristas, etc. dispuestos a creer en eso y trabajar. Eso sí: uno, entonces, debe creerles también que ellos son actores, escenógrafos, vestuaristas, etc. En el mundo editorial, creo, es más unilateral. Se ofrece un material y las editoriales lo reciben o no, lo miran o no, lo publican o no.
-Mas chapado a la antigua…
-Capaz una podría juntarse con un grupo de amigos escritores para crear una editorial y publicar. Pero no es lo más común. El individuo escritor busca la contención de un sello que lo reciba y lo respalde.
-¿Cómo te das cuenta si una idea o una imagen va a ser una obra dramática, un cuento o una novela?
-Por el tamaño del universo o por el proceso de escritura. Los textos dramáticos son difíciles, dificilísimos y ya me di cuenta que, si no tengo cuerpos trabajando delante, no me salen. Cada actor es un portante (y esto se lo robo a Graciela Camino) que me impone los límites del aquí y ahora a cambio de una historia que portar. En cambio, los cuentos y novelas (bueno: la novela, porque por ahora es una) los escribo en soledad. Y que sea uno u otro depende del caudal de información que vaya apareciendo en mis notas previas.
Con La Manada brotaron muchas cosas y, en seguida, me tuve que hacer cargo de que no era la obra de teatro que había planeado hacer en abstracto, ni un cuento. Nunca me había propuesto escribir “largo”, pero la trama me lo demandaba y no dudé. Y fue una sensación agradable tener esa claridad desde el inicio.
-Si tuvieras que armar tu genealogía literaria, ¿qué autores sumarías a tu ascendencia?
-Tengo mis “admirados” (profundamente admirados y envidiados). De ahí a que yo haya heredado algo en mi escritura, no sé. Ojalá. Esos admirados son Arlt, Copi, Perlongher y Lamboghini. Hay más, pero ellos están en la cima.