Poemas hijos de Rosaura (Editorial Argonauta), el sexto y último libro de poesía de Emiliano Bustos (1972), toma la figura del hijo para la construcción de un espacio reflexivo, siempre abierto. Poesía que indaga la paternidad: los hijos y la poesía, dos formas de transmisión de la vida. Padre e hijo (y viceversa) en un constante flujo y reflujo de significados, el tejido de identidades sesgadas. Las fuerzas ambiguas de la memoria afectiva encarnada en lengua: “la invención de un lenguaje por el que no se termina de comprender, que interroga y abraza”, aclara el autor.
Poeta y dibujante, Emiliano Bustos lleva publicados Trizas al cielo (1997), Falada (2001), 56 poemas (2005), Cheetah (2007), y Gotas de crítica común (2011). Expuso dibujos y collages en el Centro Cultural Borges de Buenos Aires en 2013 y 2016. Asimismo compiló y prologó la obra poética y periodística de su padre, Miguel Ángel Bustos, asesinado en 1976 durante la última dictadura cívico militar argentina.
-¿Cómo y por qué surgió la idea de Poemas hijos de Rosaura?
–Poemas hijos de Rosaura es un libro que empecé a escribir en 2012. El detonante es mi hijo, Mateo. La paternidad, mi idea de paternidad. Mi hijo tiene autismo, y entonces busqué, busco continuamente hablarle. En cierto modo estos poemas son monólogos, como si le contara a él sobre todos esos hijos que habitan en mí. Todo esto me llevó a una manera determinada de decir las cosas. Como en 56 poemas (2005), tenía la necesidad del largo aliento, un trabajo más de fondo que de velocidad. En Poemas hijos de Rosaura, como en 56 poemas, aparece la filiación, la paternidad; pero ahora de otro modo, buscando intensamente un lugar en donde la poesía cuente ciertas historias. Como si le contara algunas historias a mi hijo; sobre mí, sobre otros, sobre él.
-Cada poema es un hijo distinto. ¿Cómo fuiste trabajando el modo de estructurar el libro, la idea de introducir el concepto de variación sobre la paternidad?
-Supongo que me sentí, de algún modo, padre e hijo de todos los poemas. Los poemas de objetos, de hechos, de situaciones, de lugares, de lecturas, los de mi mujer, los de mi hijo, los de mis amigos, los poemas de amor, los poemas de poemas; son distintos pero en todos hay un hilo de experiencia que los atraviesa. No hubo una estructuración en cuanto a agruparlos de algún modo. El orden que tienen es un orden bastante natural o cronológico respecto de su escritura. En ese sentido, respeté un formato que ya había utilizado en 56 poemas. Creo en el orden, azaroso o no, del tiempo en la escritura.
-Tu poética está ligada a la idea del pasado como revelación de un presente siempre cuestionado. ¿Qué fuerzas “hacen crujir el idioma de la memoria”?
-Creo que la memoria está en movimiento y en permanente construcción. La fuerza de la memoria es su movimiento y, también, sus contradicciones, la “arbitrariedad” de recordar ciertas cosas y otras no. La gran pregunta del trineo del Ciudadano Kane. La memoria es tan difícil como el amor.
-En “Hijos del Hospital ferroviario”, narrás, a través de versos precisos, hechos vinculados a Alfredo Carlino, junto con tu padre, el también poeta Miguel Ángel Bustos, en Retiro, hacia 1973. Si bien trabajás allí con personalidades históricas, no caés en la falacia de mitologizarlos. ¿Pensás que la poesía puede ofrecer algún tipo de revisionismo histórico?, ¿por qué?
-Quise evocar, en cierto modo, esa historia que me acercó Alfredo Carlino hace años. Intenté reunir la vida de esos dos poetas, tan distintos pero atravesados por algunas pasiones –la poesía, la política- a partir de un hecho, de un relato, que me vinculó a mi padre por otros caminos. Ahí está la noche, su asma, el país. Y también cierta soledad que siempre lo definió; en la poesía y también en la política. Me pareció absolutamente verosímil la posibilidad de mi viejo afectado por su asma y acompañado por Carlino hasta el hospital, de noche. Solos en ese cruce. Creo que la poesía siempre puede revisar la historia, poner en funcionamiento diálogos, discusiones, escenas. Este encuentro entre Carlino y Bustos para algunos puede representar algo impensado, pero existió. En ese sentido el poema retoma ese encuentro, y tal vez contribuya, del mismo modo, a revisar ciertas lecturas que ubican a mi padre en ciertas escenas, y no en otras.
-Entre tantas otras cosas, a su vez, Poemas hijos de Rosaura, fue un intento vivo de escribir sobre la cercanía de tu padre. ¿De qué modo buscás en tu hijo la memoria de tu padre?
-Con mi hijo dialogo de todas las maneras posibles. Con Mateo hicimos los dibujos y collages de tapa y contratapa del libro. Él conoce la historia de su abuelo, sus poemas, libros y dibujos. El diálogo que entre nosotros se da, que es diferente a otros diálogos, y por cierto más difícil, nos plantea (a los dos) muchos enigmas de comunicación. ¿Cómo hablarle del abuelo?, ¿por qué lugares salir de mi narración de hijo para que él pueda entrar al mundo de su abuelo? Por momentos, apenas puedo entrever qué significo para él; es un desafío hablarle del abuelo. El desafío por una palabra que debe ser todo el tiempo recuperada, conquistada, imaginada, se lo debo a mi hijo, y es lo que me hace escribir en los últimos años.
-Hay tres piezas que integran el libro, donde hacés una fuerte crítica sobre el establishment cultural. “Los gestores culturales, la cultura, lo culto”, escribís. ¿Cuáles son los vínculos relacionables entre cultura y poesía?, ¿por qué?; ¿quién construye a quién?
-La cultura siempre es un sistema (como todo), o está definida por un sistema. Todo es cultura pero al mismo tiempo la circulación es restringida. Qué circula, por dónde. Se suele decir que las redes han democratizado las prácticas sociales y culturales, pero en este último aspecto se reproducen, muchas veces, lógicas muy vinculadas al sistema. La poesía puede discutir esas cuestiones, o pasar absolutamente de largo. A mi entender, esas cuestiones pueden ser discutidas desde cualquier lugar, incluso –o mejor- desde la poesía. Alguna vez una poeta me dijo que esas discusiones no formaban parte de los “intereses” de la poesía. La verdad que no sé cuáles son los intereses de la poesía. ¿No podemos discutir las condiciones en que proyectamos y realizamos nuestro trabajo? La poesía –como cualquier otro medio- siempre es una construcción social, histórica. Estamos construidos social, culturalmente y al mismo tiempo releemos el mundo en que vivimos. Volviendo al principio, y hablando del sistema cultural y sus restricciones, creo que en algunos poemas me refiero a esos espacios que no se dejan construir-habitar por cualquiera
-Sería oportuno, te refieras a la voz con que fuiste operando estos poemas. A través del libro, prevalece un fuerte sentido de unidad tonal. Un idioma íntimo, susurrado, por momentos, casi mántrico. ¿Cómo fuiste depurando esa combinación entre léxico y ritmo?
-En algunos libros intenté llegar a un tono reconocible, que diera unidad a todos los poemas. Podría decir que algo de eso hay en Trizas al cielo, 56 poemas y Poemas hijos de Rosaura, mientras que Falada y Gotas de crítica común son más eclécticos, y Cheetah es una suerte de isla, aunque vinculada a mi primer libro. Creo que a partir del cuarto o quinto poema de mi último libro me dejé llevar por algo que empezó a suceder, y luego, cuando tenés eso, que todavía no sabés bien qué es, se conforma algo así como una red invisible, que envuelve, pesca, y en la que también sos pescado. Es un universo que va tomando forma y del que no podés desprenderte por bastante tiempo. Tomo lo que señalás, porque hay algo, ciertamente, de susurrado en estos poemas; creo más en la poesía susurrada que en la gritada, pero es sólo una creencia. Fundamentalmente soy un gran cavilador, no tanto por la calidad de mis cavilaciones, más bien por el tiempo que pienso y repienso cosas, que muchas veces derivan en poemas.
-“El hijo de Zulma” conmueve porque revela cierto pathos irreprimible: la lucha por la vida. Por momentos recuerda a lo mejor de Carriego, en el sentido de vindicar la heroicidad de la mujer pobre: su dignidad. ¿Recordás la historia de este poema en particular?
-En “El hijo de Zulma” hay varias historias, o por lo menos dos. La más importante de ellas es la de Zulma, una gran amiga que tuve a los 12 años. El verano entre mis 12 y mis 13 años. Zulma trabajaba en el negocio que tenían mis tíos –una boutique- con quienes vivía en aquel tiempo. Cortaba telas. En el taller de ese lugar nos hicimos amigos, ella tenía veintipico. Era como una hermana mayor. Tenía muchísima energía, humor, conciencia. Algún día de ese verano fui a su casa y conocí a su familia, una familia muy grande. Durante todo ese tiempo habíamos hablado de su cuarto, que era su lugar, su espacio. En cierto modo su cuarto era como un planeta que orbitaba de otro modo, en donde Zulma construía lo que era; y eso me impactaba a mí, que necesitaba construirme un lugar en donde estaba, que no era exactamente el lugar donde había elegido estar. Zulma era como una hermana mayor, y la quise mucho. Después empecé el colegio y ella dejó de trabajar con mis tíos y nunca nos volvimos a ver. En el poema también ingresa una historia familiar, de mi abuela paterna y el dolor por una pérdida, anterior al nacimiento de mi padre. El enlazamiento entre ambas historias se da por una fuerza muy profunda de afecto con el que esas mujeres, cada una a su manera y desde su lugar, me transformaron.
-Hay un pasaje en uno de tus poemas, donde leemos: “Los poetas en cada tiempo miran la misma fogata, la misma fogata”. Son versos que me hacen preguntar si en poesía existen pocos temas, y lo que abunda, en cambio, son las formas de enunciar el poema.
-Es probable. Tenemos pocos temas, no hay que alardear con estas cosas. Vamos puliendo, trabajando, y a veces encontrando. El cuadro que me despertó ese poema siempre me impresionó, desde hace unos veinte años, cuando lo vi por primera vez. El poema no es ni pretende ser un reflejo fiel de ese cuadro –su significado en todo caso lo conocerá el pintor- pero toma de él la imagen de una fogata, y frente al fuego todos somos primitivos, una vez más. Como poetas, básicamente estamos sentados frente al mismo fuego, el de nuestros antepasados, el del principio.
-La historia, con toda su crudeza, también se cuela a través de tus versos. La circunstancialidad del pasado y sus datos fácticos, siempre duros: inobjetablemente ineludibles. Los golpes de Estado, la Segunda Guerra Mundial, el nazismo… ¿qué relación existe entre lo ocurrido y el ocurrir poético?
-Siempre tuve una relación muy fuerte con los hechos porque la única forma de preservar la memoria de mi padre y de lo que yo mismo había vivido era reconstruir, a través del tiempo, un hecho, algunos hechos. La infinita derivación de un hecho primero. Luego –parafraseando al poeta Julián Axat- me convertí en un investigador-detective recuperando su obra. Hechos como los que vos mencionás ingresan a mi poesía porque creo que es posible, desde ese lugar (el poema) decir algo. Lo ocurrido –al menos en mi caso- siempre está definiendo mi poesía. Es infinitamente mágica la historia. Y la poesía permite un trastocamiento que reverdece la historia, un cierto desorden, la invención de un lenguaje por el que no se termina de comprender, que interroga y abraza. La gran ilusión.
-Hemos dicho que la tuya es una poética con los pies en la tierra. Además de las coordenadas temporales, figuran las espaciales. Son numerosas las precisiones geográficas: Leandro Alem; Paseo Colón… una esquina de Vicente López; el barrio de Retiro… ¿De qué modo el lugar se torna huella, ADN de un decir poético?, ¿por qué?
-La geografía, el espacio donde suceden las cosas siempre me obsesiona. Salvo en mi primer libro, Trizas al cielo (1997), creo que en todos los demás hay precisiones de lugar, y muchas veces de tiempo. Y ahora que lo recuerdo, también en mi primer libro aparece la calle Combate de los Pozos. Es como entender o intentar entender que el poema sucede en un lugar y a una hora determinados. Por supuesto, eso puede no estar claro siempre, puede no importar muchas veces, pero esas precisiones a veces se me imponen casi como necesarias. Como decir: ahí “hubo” un poema. Como saber que algo sucedió, algo en términos poéticamente comprobables, al menos para mí.
-¿Quiénes legitiman hoy la poesía?
-Los poetas que no conocemos, los que resisten la “perorata del apestado”.
-Nos separan desde Trizas al cielo, tu ópera prima, veinte años trabajando el discurso poético. ¿Qué elementos sentís definen tu poesía?
-Me gustaría ser leído como un poeta trabajador, que en el tiempo fue haciendo sus libros de manera empecinada. No tuve la oportunidad de vivir como poeta, pero escribo poesía. Escribo poesía con la resistencia del corredor de fondo. Parafraseando a un pintor: 5 % inspiración y 95 % resistencia.
-¿Qué poetas de nuestra lengua admirás hoy, en 2017?
-Menciono a Reynaldo Jiménez, Enrique Solinas, Julián Axat y Nicolás Prividera. Reynaldo es un gran poeta y una ventana a la poesía latinoamericana, con trabajos críticos muy importantes sobre muchos autores. Solinas, es espiritual, terreno y súper musical. Axat, a mi entender uno de los mejores poetas de su generación, motorizó una discusión necesaria. Restos de restos, libro de Prividera de 2012, es crítica, poesía y política. Y ciertas lecturas que me acompañan, Nicolás Olivari, Amelia Biagioni, Girri, los concretos brasileños.
-Emiliano, ¿quiénes y cómo serían los hijos de la poesía?
-Los hijos de la poesía encuentran la poesía de su tiempo.
Emiliano Bustos recomienda el disco The Stone Roses (1989), el primero, precisamente, de los Stone Roses. “Lo escucho desde hace bastante; lo escucho como si fuera nuevo. Fundamentalmente porque me ayuda a pensar como si estuviera caminando, o corriendo, me pone en movimiento desde mi lugar”.