Un problema dentro de otro (el poema): “¿Y qué vamos a hacer con ésta lucidez?”, se pregunta Carla Sagulo en uno de los textos que integran Toro, su segunda obra en formar parte del catálogo de la editorial Nulú Bonsai. La primera versión de este poemario se dio a conocer en el año 2011 a través de la editorial paraguaya Felicita Cartonera Ñembyense, y a fines del año pasado el proyecto de Sebastián Goyeneche y Grau Hertt decidió reeditarlo como parte de su colección de poesía “Ojo de bala”.
Si algo nos demuestra Toro, con su pulso férreo pero sutil, es el hecho de que no siempre la fuerza de la embestida de un poema implica una dificultad, en primera instancia, a la hora de tomarlo por las astas. Muchas veces hallamos literaturas que, como vidas, se nos muestran dóciles, al o a los sentidos, y que generan un movimiento que arremete por igual: aunque podamos capturarlo por un rato; aunque en otros momentos se nos escape y nos tome como blanco de ataque.
En la superficie, la claridad no pareciera ser el engranaje motor de este grupo de poemas visceralmente templados, que se comportan con una impredecibilidad y naturalidad propias de lo climático. ¿Cuál es esa lucidez y qué la predispone? Una de las palabras que más se repite es “cosa”, como lo algo sin forma, impenetrable e incatalogable, como lo diferente al ser vivo, a lo humanamente sensible: inaccesible a la lucidez. Y, sin embargo, hasta los sentimientos mismos se nos muestran, por momentos, en esta cualidad material: encriptadamente sin vida. Hay una colección de imágenes que recorren espacios y protagonistas diversos -islas, lavanderías; gatos, autos oxidados y pantallas negras de televisores apagados-. Lo que se nos revela en Toro, como mayor causa estética, es este trabajo propiamente lúcido de poner en correlación lo vivo con lo despojado de vida, intercambiando sus lugares, observando su movimiento, su camuflaje; dándoles rienda suelta para que se estrellen. Lo vital aparece como un rol en todo momento, desempeñado por diferentes elementos que lo mantienen en el juego poético propuesto, hasta que se desintegren -el árbol se rodea de basura; el aire, los escalones se vuelven pútridos; la bolsa de dormir se ve como un “refugio mínimo de respiraciones”.
Es la predisposición misma de la poética de Carla Sagulo a un ida y vuelta, expresivo y secreto a la vez, en ese camuflaje de pieles, lo que genera una apertura sumamente enriquecedora de sus versos; líneas que viajan desgastándose, resintiendo con el peso del trayecto el esfuerzo de burlar su existencia vigorosa. Así, el “Toro” bien es una fuerza irreflexiva que se mete con furia al río, que llama a los gritos para ver el sol de frente; pero que no deja de manifestar cada vez más frecuentemente una fragilidad que la agrieta, hasta finalizar mostrándonos este impulso como una cosa más, a la cual se inyecta vida para finalmente ver cómo la pierde. La cosificación, entonces, es un destino fatal, de erosión, del que nada termina escapando. Como destaca el poema que cierra la primer parte del libro: “En la muerte / tu hueso y el mío / no tendrán tiempo / de discutir su identidad”. Ambos son indistinguibles en su destino, la boca del perro.
Los cangrejos en la arena de una playa o el pastar de una cebra aparecen como recuerdos, llamadas de atención que muestran el mundo que contiene a esta fuerza, y a ésta última como la contención de una individualidad que muta. Los poemas ponen foco en la arena de juego donde se despliega una corrida en la cuál quien torea es, en sí, su propia amenaza. La mirada, el llanto, calmas pasadas por alto moldean y construyen su espacio de vida sensible. Una fuerza irreflexiva teñida de contacto y distancia por igual, como un respiro vacacional aislado de toda razón. La contención de esta fuerza es un limbo que se mezcla con el tiempo, se deforma a través de lo humano, que es impersonalizado, des-subjetivizado, pero continúa latente como todo afecto: “vos me viste en otra cara / y yo vi / otra cara en la tuya; / vi tu toro / viste en mí / no sé que anchura”. Sin embargo, las palabras instalan su propia dirección en una proliferación constante que es su propia búsqueda, orientada a las señales de lo sensible: lo táctil, lo visible, lo olfativo se condicen con una presencia de la naturaleza como textura palpable a lo largo de todos los poemas del libro. Una austeridad persistente enmascara la fuerte potencia de lo que no se puede invocar ni bajar a tierra, ni siquiera través del lenguaje o de la percepción como una afección poderosa. La apuesta es intensa e intencional: el agua de este cuerpo (el de la voz del poema) que se desnuda, no alcanza para apagar su propio parque en llamas, ni para saciar al Toro. Una voluntad se desvive como puede por apaciguar el deterioro, pero también se protege, mostrándonos cómo la vida se manifiesta en su expresión de lo corporal, de lo animal, no importa si es insecto o cebra. El amor, aparece como huella, como cosa entre otras a medida que se agrieta el impulso originario, que sin embargo, subyacente, brota, emana, aparece acompañando los climas y los estados afectivos. La cosificación es un conflicto del cual no escapa ningún elemento: ni la tormenta, ni el amor, ni los objetos sin vida que hasta por momentos parecen volver a morir.