1. Cosas que tienen que saber sobre este libro. Primero: “que es una crónica deslumbrante, un magnífico libro” (Mr. Ayala); que “esta brillante autora es la reina con una prosa de rizo electrizante en el género de la crónica narrativa” (Mr. Ruiz Mantilla); que “me gusta mucho el libro, me gusta mucho lo que cuenta y me gusta mucho ella” (lagartija45, en youtube). Segundo: que llama una historia sencilla pero que no es una historia sobre un hombre común y corriente, digan lo que digan la autora, sus fans, los reseñadores fans y el sistema cultural imperante. Léase: no hay historia sencilla. O en todo caso: es sobre una periodista que descubre un baile tradicional arcaico en un pequeño pueblo desconocido y se obsesiona, como los participantes y cultores del baile y el festival. Si eso es sencillo, allá todos. Tercera cosa que debería saber: la señorita Guerriero es una Murakami. A (Haruki) Murakami pueden considerarlo como quieran, pero sería una pena si siguen la postura típica de intelectuales superados y piensan que la narrativa del japonés es para pobres del alma, mezquinos culturales o, como apareció hace días en este sitio, que la lectura de libros de Murakami está en el ranking número 1 de la gente que “se hace la que lee”. Murakami escribió un libro (“De que hablo cuando hablo de correr”) donde cuenta que en sus momentos de descanso de escribir y escribir sale a correr y es maratonista. No habla de sus lindas parejas ni de sus lindas lecturas, sino que además de escribir es maratonista. Escribe un libro gordo por año. Y es un corredor solitario. Disciplina, soledad y rigor. Ese también es Murakami. Esa es Leila Guerriero y ese es el personaje del libro.
2. “Una historia sencilla” es a primera vista (léase: desde la mismísima tapa del libro) el retrato de Rodolfo González Alcántara, bailarín de malambo y competidor en el Festival de Laborde durante 2010 y 2011. Sin embargo, Guerriero se toma casi un tercio del libro para “dar” con su personaje, haciendo que el festival también sea el personaje, porque el lugar donde pasan las cosas no es menor. Guerriero habla del festival de malambo de Laborde, de la curiosidad que le despertó el hecho de que fuese tan importante para tan pocos y de la particularidad de que quien ganaba la competición principal se supone que queda fuera de toda otra competición para siempre. Hay varias entrevistas donde Guerriero repite esto. Señala una y otra vez que no puede creer que el premio mayor del festival, el reconocimiento a años de entrenamiento y esfuerzo y desgaste y sangre derramada implica que el triunfador quede excluido de toda futura competencia individual. En una entrevista reciente, Guerriero relacionaba esto con el gol de Maradona: ella explica que el premio del festival de malambo sería lo mismo que si hubieran obligado a Diego Armando a retirarse del fútbol luego del archifamoso gol a los ingleses. La comparación es extraña, casi errónea, porque la cúspide de la carrera de Maradona no fue ese gol sino el mundial, y para muchos Maradona se terminó en ese mundial y luego llegó un extraterrestre que le ocupó la mitad del cuerpo y que lo dejó libre en el segundo tiempo contra Brasil en el mundial del 90. Pero una comparación no busca la certeza y la verdad, sino un punto de contacto: tiene razón Guerriero; en ese gol, Maradona hizo su mejor baile. Fue un gaucho perdido entre las bestias inglesas, el pasto y el calor. Fue, en ese momento, un bailarín de malambo y un fantasma del Martín Fierro, la resurrección de la gauchesca. Ahora bien: la comparación también se va de mambo. Me he cansado de escuchar y de pensar que “una historia sencilla” es el retrato que una gran cronista hace de un hombre común, de la épica de una vida común: Maradona, nadie que se compare con Maradona responde a eso. El libro es entonces un manual de danza, pero también una típica biografía de un prócer, héroe o personaje representativo (léase: un ganador). Somos nosotros, que no entendemos nada de malambo o que como mucho aplaudimos y coreamos, los hombres comunes. Que leamos el libro es nuestra historia sencilla.
3. Acá sería bueno exponer una aclaración. Viví años y años en Carlos Paz. Carlos Paz no es Córdoba, no es Rosario, no es Buenos Aires, no es Cosquín, Mina Clavero y no es La Falda. Es un lugar entre todo eso, donde los habitantes tienen un acento neutro propio de un buen mercader, una ciudad que necesita antes que nada “conservar las apariencias” y que quiere parecerse a Miami o a Las Vegas, pero que no deja de estar en el centro de las sierras de Córdoba, rodeada de provincianos que se escapan a mear en el río. Carlos Paz es eso, pero también es uno de los nichos del teatro de revista. El teatro de revista alimentó la cultura turística de los ochenta y los noventa y lentamente, desde hace años, empezó a mixturarse con el stand up y la tinellización de los sketchs: ahí están la molécula moli, flor de la v, la imitadora de kristina: culos, chistes verdes, famosos bailando y cantando, hablando de su pasado en televisión. Mi hermana tiene 13 años y va a una escuela de baile allá junto con más de doscientas compañeras. Al espectáculo-muestra de fin de año van cerca de cinco mil personas (principalmente familiares, claro está). Cuando fui a visitar a mi hermana también pude ver cómo estaban construyendo una “futura escuela de danza, con clases de comedia musical” a metros de casa, en un barrio cualquiera. Entonces: en Carlos Paz hay teatros, hay público, hay diarios que cambian sus suplementos en la temporada de verano y le dan un perfil más “de revista”, hay premios, hay premios que se burlan de los premios y hay escuelas de canto y de baile que preparan a los niños para un futuro posible en las candilejas de la ciudad o del mundo o que simplemente comunican la principal experiencia de estas tierras: ser espectacular, bailar todos juntos, pasar las vacaciones medio en bolas y cantando. Ese es el mundo que elige no narrar Guerriero. Elige tomar la experiencia Tinelli-global de “bailando por un sueño”, el festival de doma y folclore que caracteriza a una de las ciudades de la provincia, y se va a lo más profundo y lejano a buscar una historia que los medios no están escuchando. El límite del espectáculo, el borde de la vida y la nación. Guerriero viaja a Laborde, cuna del festival nacional de malambo. Laborde: ¿podría haber elegido una ciudad que se llamara de mejor manera?
4. Guerriero, que tiene apellido warrior y melena de amazona, puede ser narrativamente reservada, astuta y perversa: le puede dedicar, por ejemplo, páginas y páginas al viento para indicar, de ese modo, la desolación sin horizonte que constituye el microclima de un pueblo de jóvenes suicidas. La cronista que Guerriero imagina que escribe sus obras es atenta, silenciosa y se regodea con la figura del detective del policial clásico* . En “Una historia sencilla”, por ejemplo, Guerriero ya sabe el final de la historia pero también sabe que el final aparece al final, y no antes. De ese modo, al escribir, hace como si fuese descubriendo pistas, imita y reconstruye sus trayectos de asombro, indignación, admiración y respuesta: el placer de la lectura que se genera al leerla tiene que ver con la curiosidad educada que tenemos por el género policial y por la contemplación de la evolución de las pasiones íntimas, esas historias de ayer y de siempre donde presenciamos cómo X se enamora de Y o de algo que hace Y o de algo que insiste en sobrevivir: como los gauchos, como los policías, como el amor, como las obsesiones, y los libros.
5. Además, Guerriero o la cronista que imagina que escribe sus obras, por momentos parece un juez y por otros a un sacerdote silencioso, que ve y no castiga: es un poco la viajera que llega para quedarse y un poco la antropóloga clásica que llega en barco y se obsesiona platónicamente de la sociedad que llenará nuestra curiosidad y su prestigio. A nivel biográfico puede retirarse del lugar, como lo hace con Laborde, pero sigue ahí, gira alrededor de su tema. Acá un párrafo ejemplar:
“Entonces escucho, en el escenario, el rasgueo de una guitarra. Hay algo en ese rasgueo –algo como la tensión de un animal a punto de saltar, que se arrastra a ras del suelo –que me llama la atención. Así que doy la vuelta y corro, agazapada, a sentarme detrás de la mesa del jurado. Esa es la primera vez que veo a Rodolfo González Alcántara. Y lo que veo me deja muda”.
La clave en ese párrafo está en “algo”, en la comparación –casi susurrada– entre guiones, y en la palabra “agazapada” y luego “muda”. Una sucesión de movimientos y estados de ánimo que simulan un ritual y un baile y que son a la vez el descubrimiento de la figura de amor, el momento en que la observadora se transforma sutilmente en protagonista y la dimensión donde el baile se desdobla: ahí están González Alcántara, por un lado; el correr y agazaparse y contemplar de Guerriero, por el otro. Momento celebratorio: cabe decir que los libros de Guerriero son manuales acerca de cómo escribir crónicas y retratos y cuentos y novelas: sus libros oscilan entre la sencillez y la complejidad, pueden ponerse marcadamente descriptivos, colocar diálogos breves y contundentes, introducir un nuevo personaje, contar una historia secundaria, meter de alguna manera la famosa escena “quedan cinco segundos para que estalle la bomba” y también recurrir a un largo párrafo poético, donde los movimientos del bailarín parecieran avanzar a la misma velocidad que los de quien los estaba viendo y estaba escribiendo, como si el libro fuese una cajita musical que nos dejan en las manos.
6. Luego hay una parte crucial. El “momento crucial” es la oración o párrafo a veces evidente, a veces secreto, en el que un autor expone una especie de justificación de la escritura. El “momento crucial” está en la página 79, apenas pasando la mitad del texto, y ha sido reproducido en reseñas y redes. En ese párrafo, Guerriero escribe:
“Un hombre común con unos padres comunes luchando por tener una vida mejor en circunstancias de pobreza común o, en todo caso, no más extraordinaria que la de muchas familias pobres. ¿Nos interesa leer historias de la gente como Rodolfo? ¿Gente que cree que la familia es algo bueno, que la bondad y Dios existen? ¿Nos interesa la pobreza cuando no es miseria extrema, cuando no rima con violencia, cuando está exenta de la brutalidad con que nos gusta verla -leerla- revestida?”.
La pregunta es claramente retórica y es claramente crucial, como si fuese la música que suena detrás de toda la obra. Acá otra confesión: leí “Una historia sencilla” por primera vez, unos días después de las jornadas del 3 y 4 de diciembre de 2013, y lo que estaba diciendo el libro en esa parte también me interpelaba en ese sentido, acompañando las imágenes de saqueadores y madres y jóvenes y cientos de policías a los que los medios les festejaban y reclamaban su “reaparición”. En ese marco, la pregunta no sólo era retórica sino que era inadecuada, molesta, impertinente. No eran esas las historias que se estaban contando en los principales medios y por suerte el gaucho sensible de Guerriero tenía sus páginas. Leído meses después, ese fragmento del libro suena literario y técnicamente astuto (hecho en el momento adecuado, interpelando a los lectores), pero también manifiesta un grado de incorrección y de “vanguardismo” que vela la otra pregunta: ¿qué ocurría si González Alcántara se retiraba o enfermaba?** ; ¿acaso nos interesan las historias de fracaso y de, principalmente, cansancio o rendición?; ¿quién relata la indiferencia y la decadencia con esa misma velocidad y atractivo?; ¿quién la violencia que esconde la consagración y el amor y la vida jubilada de sí misma?
7. De uno y otro modo, otra vez Guerriero gana. Porque la conocí mediante el relato del basquebolista retirado que vivía en el norte, un relato que parece mentira, un personaje sacado de otra parte, y luego uno va a youtube y lo ve y recuerda haberlo visto y ya está muerto y a quién le importa, y peor aún, a quién le importaba. O con aquel retrato de las mujeres que venden ollas Essen, o el de los Reynols. Habiendo devorado los libros de Guerriero, el misterio y el asombro ahora vienen por otro lado: para hablar de los fines de los noventa y del estallido del 2001, Guerriero elige hablar de un grupo espontáneo de suicidas en el sur del país. Unos años después, la siguiente “obra extensa unitaria” que publica es un festival gaucho perdido en Córdoba, como si la década ganada fuese observada con la lupa del camino heroico y sacrificado hecho por un bailarín. Bailar con la más fea, luego no poder hacer más nada al respecto o vivir de la imagen que uno hizo del pasado. O también: poner un ojo en la provincia, un ojo en lo festivo pero también lo federal, lo tradicional arcaico, lo menor. Aquello que está pronto a desaparecer. O también: un hombre sensible (porque si hay algo que resulta ser González Alcántara además de bailarín, es eso) que ya no responde al estereotipo de gran macho ni de gran empresario ni de Osvaldo Laport o Moyano. Un ciudadano cualquiera que termina llorando porque se quedó con todo y a la vez se queda con nada: fin del espectáculo.
8. Tercera y última confesión. Mientras escribía esta nota estaba leyendo “Limonov”, de Emanuel Carrere. La leía sin investigar nada al respecto y lentamente empezó a asombrarme no solo la reconstrucción de esa historia de la Unión Soviética, sino también lo absolutamente vívido y a la vez irreal, atípico, esquizoide e inabordable del personaje central, un ruso imposible que sale en la tapa. En esa novela Carrere hace referencias continuas a Herzog: ese es su momento de astucia personal, ese es el lugar donde cita a quien tenía que citar. Werner Herzog, el que persigue por el mundo a los sujetos imposibles, a los artistas fuera de borda, a los silenciados, a los tercos, a los seres que parecen literarios antes que literales. Además, mientras escribía y pensaba en el libro de Guerriero, fui al cine y vi “La increíble vida secreta de Walter Mitty”, que bien podría ser una versión empresarial y heroica de la gauchesca de Guerriero: un hombre cualquiera que combate para conseguir algo importantísimo que acabará con su propio trabajo. Pero no es esa película lo importante, sino los trailers antes de la película. Fueron dos y fueron los siguientes: el trailer de la próxima película de Disney basada en la vida de quienes escribieron y produjeron Mary Poppins. Y una película sobre un muchacho obeso que quería ser cantante de ópera y nadie le daba pelota, hasta que se le ocurrió presentarse en American Idol y se hizo increíblemente famoso. O sea: dos historias que “ocurrieron en la real realidad”, magnificadas por el cine y los efectos, las actuaciones y la publicidad. Va de vuelta: dos historias reales sobre algo considerado atípico, asombroso ***. Dos elogios a la creatividad y voluntad humanas históricas. Son demasiadas casualidades para considerar todo esto un “estado de excepción”. Cabe pensar en “Searching for sugar man”, o en la noticia de que Selva Almada “publicará algo de no ficción” y ya tenemos un panteón de desconocidos ilustres devenidos pantalla. Menos que una moda, la “non fiction extraordinaria y real” parece una serie histórica, una tendencia. No se trata aquí de la vetusta y lamentable discusión sobre el realismo o el irrealismo; tampoco de la disputa comercial entre ficción y no ficción. ¿No es el mundo, con la web 2.0, un lugar realmente sorpresivo, absurdo y ejemplar que contemplamos desde las máquinas, asistiendo a cuanta noticia de lugares ignotos haya, pudiendo explorar y conocer y viajar y comunicarnos con rapidez? ¿Tiene como consecuencia ese mundo la imaginación atrofiada o una búsqueda codificada y sistemática de “la anomalía real”? En caso de que esto último sea cierto: ¿qué nos estamos perdiendo? ¿de qué o de quiénes no estamos hablando? ¿Es la literatura del futuro un culto a la vida que, agobiados por las opciones, no supimos inventar?
*Casi todas las fotos que andan dando vuelta de Guerriero son idénticas: la mirada, la pose, la ropa que ella lleva. Como si estuviese dando un ejemplo de sobriedad, minimizando la importancia de su personaje en tanto autora y, a la vez, vistiéndose como un detective, sobrio, sin intentar llamar la atención. Algo espectacular y divertido en la literatura contemporánea es notar el modo en que la poética de un autor tiene ecos en la estética con que se presenta a sí mismo, o viceversa, o las dos.
** Nota spoiler: varios críticos se preguntan si el libro hubiera sido el mismo, o si siquiera hubiese sido posible si González Alcántara no resultaba ganador. Esa pregunta esconde una crítica velada a la estructura triunfal del libro y de la historia: seguimos comprando la versión de los que ganan.
*** Unos días después, mientras corregía esta nota, la tendencia seguía cuando vi en la web el “El lobo de Wall Street” y “The act of Killing”.