“El cine es un signo para interpretar, para jugar con él, y hay que vivir con él”, dijo alguna vez Jean-Luc Godard. Férreo defensor de esos principios, combatió la monotonía en términos formales y reinventó durante más de seis décadas la manera de hacer películas, aun cuando tuviera que dinamitar sus propias ideas para conseguirlo. En un presente desbordado de pantallas, donde las nuevas formas de consumo alientan al espectador a sumergirse en burbujas virtuales y prometen infinidad de experiencias sin siquiera abandonar la comodidad hogareña, la repentina noticia de su partida fue un duro golpe al corazón del séptimo arte. Por eso, genera entusiasmo cada vez que un film se aferra a esa forma lúdica, revolucionaria y casi mística de concebir el cine que supieron cultivar los grandes directores. Es el caso de Moonage Daydream, documental escrito, dirigido y editado por Brett Morgen, un verdadero espectáculo audiovisual que reivindica la película como pieza artesanal, y la devuelve al ámbito irreemplazable del ritual colectivo.
¿Cómo abarcar lo inabarcable, sin limitarlo en el intento? Quien pretenda evocar a David Bowie deberá enfrentarse a esa disyuntiva. Es una tarea audaz, colosal, y tiene sentido que al film de Morgen también le quepan esos adjetivos. A la hora de encarar el desafío, el cineasta californiano rechaza las convenciones del género y elige aferrarse a una construcción rupturista del relato, recurso que ya había anticipado en la celebrada Montage of Heck (2015), y que aquí eleva a su máxima expresión.
En las antípodas de la biografía convencional, esa que se preocupa por guiar al espectador y recurre a la pluralidad de voces para reforzar la narrativa, Morgen sella un pacto godardiano con la imagen y construye un retrato caleidoscópico más cercano al filme-ensayo. Un universo paralelo donde la lógica, la emoción y la palabra le pertenecen íntegramente a su protagonista. Nadie habla de Bowie excepto él mismo y, a juzgar por el resultado, no es descabellado pensarlo: si el Camaleón estuviese hoy en este plano y dirigiera un documental sobre su vida, el resultado se parecería bastante a esta épica odisea espacial de 135 minutos.
Visualmente poética, casi hasta la obsesión, Moonage Daydream se apropia de la pantalla con impulso lisérgico, y una destreza vertoviana que permite apreciarla como lo que también es: una clase magistral de montaje. Morgen tardó cuatro años solo en concretar esta etapa, y lo evidencia este mosaico compuesto de interesantes fragmentos de entrevistas, filmaciones de backstage, animaciones, ecos de aquellos artistas que supieron nutrir el vasto universo intelectual y creativo de Bowie, y por supuesto, de canciones. El footage de los shows, que incluye versiones alternativas y otras en vivo remasterizadas por su histórico compañero Tony Visconti, es otro de los hallazgos del film, y brinda al espectador una de las experiencias más vívidas que se puedan tener en una sala de cine.
No se trata del único documental de Bowie narrado en primera persona, pero sí del primero en contar con la completa aprobación de su familia. Para su realización, el director obtuvo acceso al archivo personal del Duque Blanco, que incluía una enorme cantidad de material inédito y rarezas. Pese a la abrumadora tarea de visionado y selección, no era la rigurosidad biográfica ni cronológica lo que le interesaba a Morgen. Para eso existe Google, gran cantidad de bibliografía, y otros documentales que abordan la figura de Bowie desde distintas perspectivas. Precisamente, porque su búsqueda fue más espiritual que didáctica, pudo permitirse ciertos recortes u omisiones, sin que se perciban como piezas faltantes, y sin que eso derive en un retrato inacabado del mito.
Por estos días, el espacio más apropiado para profundizar sobre esas cuestiones es la cuenta de Twitter del mismo Brett Morgen, que funciona como una suerte de Q&A colectivo donde los espectadores expresan sus opiniones e inquietudes en torno al film. Sin ocultar su entusiasmo por los elogios que viene cosechando la película a nivel mundial, allí el realizador se presta al intercambio melómano y comparte detalles técnicos, anécdotas y curiosidades varias sobre el titánico proceso creativo, como esa vez que su asistente de producción tuvo que escribir un ensayo de nueve páginas sobre David Bowie y Fred Astaire para justificar legalmente el uso de un fragmento de video. En lo personal, cuenta abiertamente que el proyecto cobró otra dimensión después del ataque al corazón que sufrió en 2017. Tras pasar una semana en coma, empezó a indagar profundamente en sí mismo y pudo conectar desde otro lugar con la figura de Bowie. A partir de aquel episodio, confiesa, la película viró a un tono más emocional y a cierta afirmación de la vida que no estaba en el plan original.
“¿Consentís alguna forma de adoración?”, pregunta un periodista en una entrevista televisiva de los setenta. “La vida”, le responde un tímido alienígena de cabello naranja. El periodista había intentado, sin éxito, descolocarlo con preguntas acerca de su apariencia (“¿esos zapatos son de hombre o de mujer?”), pero la amable contundencia del alienígena se encargó de neutralizar cualquier provocación o intento de abordaje superficial. Muy acertadamente, Morgen construye un híbrido entre el collage maximalista y el retrato confesional, a la altura de este incansable coleccionista de personalidades que cayó a la tierra para hablar del futuro y derribar estereotipos. Mientras lidiaba con sus propios fantasmas, Bowie fue capaz de demoler una y otra vez su propio ego para plasmar sobre él la realidad de su tiempo.
Moonage Daydream es mucho más que una carta de amor al cine o un tesoro invaluable para la filmoteca personal de los fans. Es una experiencia conmovedoramente real. Al servicio de su propia creación, Morgen se adentra en el laberinto de Jareth, y en su afán por descifrar al individuo detrás de la máscara, termina revelando al mundo una nueva versión de Bowie. No la definitiva, porque seguirá cambiando de forma, pero sí la que mejor resume su esencia y su más profundo legado. A seis años de su partida física, el film funciona como un canal apropiado para la catarsis o el duelo, algo que logra sin necesidad de apelar al efectismo ni empantanarse en la nostalgia. Tampoco lo hizo Bowie, que había muerto simbólicamente tantas veces, y por eso era inflexible en su filosofía: Lo importante no es no cuánto tiempo tenés, sino lo que hacés con tu vida. Así transformó sus horas más oscuras en una obra de arte, y aunque Blackstar haya sido su regalo de despedida, está claro que no fue su último acto. Desde alguna galaxia no muy lejana, Bowie le sigue recordando al mundo que, cuando las puertas de la percepción se depuran, él aparece ante nosotros como realmente es: infinito.