La siempre imponente Françoise Hardy fue una de las tantas adolescentes que dieron forma a la ola yé-yé de los años sesenta, un pop edulcorado e irreverente que sentó las bases de la cultura pop en Francia. Al igual que en muchos países occidentales, los años que siguieron al fin de la Segunda Guerra Mundial fueron de gran esplendor económico, conocidos localmente como los Trente Glorieuses o “los treinta años gloriosos”. A su vez, provocó un aumento sin precedentes de la natalidad —la famosa generación baby boomer— que hoy en día se asocia más a una decrepitud reaccionaria que a una juventud rupturista.
Pero es importante ponerse en contexto: la noción de “adolescente” (importado del “teenager” anglosajón) tan solo tenía pocos años de existencia y, por primera vez, los grandes centros urbanos de Occidente se vieron repletos de jóvenes de clase media, con dinero y tiempo de ocio de sobra para gastar en productos culturales que los diferencien de sus padres. En nuestro país se vio reflejado en la “nueva ola” del Club del Clan; en Inglaterra, en el surgimiento de grupos merseybeat en Liverpool; y, en Francia, en la moda yé-yé impulsada por el exitoso programa de radio Salut les copains.
Notando con alacridad la creciente popularidad del rock and roll estadounidense entre los muchachos parisinos de clase trabajadora, los grandes empresarios musicales difuminaron sus aspectos contraculturales y lo convirtieron en objeto de consumo para jóvenes acomodados, todavía exentos de las presiones de la adultez. Una de las imágenes predilectas del yé-yé francés, el videoclip de “Le locomotion” —versión del clásico de 1962 de Little Eva— muestra a Sylvie Vartan bailando simpáticamente el twist sobre una locomotora que va en camino a atropellar a un joven, atado y amordazado sobre las vías del tren. Todo un símbolo de una generación desenfadada, atrapada en un consumismo hedonista, viajando a toda velocidad a un devenir trágico. En esta misma línea, France Gall —punta de lanza de las composiciones más intoxicantes de Serge Gainsbourg— chilla en su famoso “Baby Pop” de 1965: “Canta, baila, baby pop/ Como si mañana, baby pop/ Temprano en la mañana, baby pop/ Te tuvieras que morir”.
La industria musical francesa se vio de repente inundada de chicas inocentonas cantando melodías pegadizas, incluyendo, además de las ya mencionadas, a Gillian Hills, Sheila, Chantal Goya, Clothilde y Annie Philippe. Pero Françoise era distinta. Mientras sus pares se especializaban en un estilo musical tácitamente sexualizado por productores masculinos, la precoz cantante sorprendía por ser la compositora de sus propias canciones, verdaderos himnos de expresión adolescente. En “Tous les garçons et les filles”, eterno hit que la catapultó a la fama en 1962, canta: “Todos los chicos y chicas de mi edad/ Caminan por la calle de dos en dos/ (…) Van enamorados sin miedo al mañana/ Sí, pero yo voy sola por las calles, mi alma en pena/ Sí, pero yo voy sola, porque nadie me quiere”.
Desde el comienzo, Hardy se especializó en un estilo profundamente melancólico e introspectivo, que sofisticaría con el correr de los años. A mediados de la década, la cantante se cristalizó como un ícono pop y referente de la moda, luciendo las creaciones de diseñadores como André Courrèges, Yves Saint Laurent y Paco Rabanne en las principales revistas de la época. Tras años de sufrimiento por no adecuarse al ideal curvilíneo e hiperfemenino popularizado por Brigitte Bardot, la joven vio cómo su cuerpo —delgado, andrógino y longilíneo— se convertía en el maniquí perfecto para la moda del momento: minifaldas, monos futuristas y botas go-go. La cantante se volvió objeto de culto para la movida del Swinging London, con admiradores tales como The Beatles y The Rolling Stones. Del otro lado del Atlántico, el irremediablemente enamorado Bob Dylan le dedicaba un poema: “Para Françoise Hardy/ A orillas del Sena/ Una sombra gigante/ Del Notre Dame/ Busca agarrarme el pie/ Estudiantes de la Sorbona/ Dan vueltas en delgadas bicicletas…”.
Su atractivo físico fue sin dudas uno de los propulsores de su celebridad en el exterior, tristemente eclipsando sus talentos como cantante y compositora. Sin embargo, la personalidad de Hardy estaba lejos de la de un símbolo sexual o una superestrella, y desde un principio estuvo definida por su fatal timidez e inseguridad. Incapaz de disfrutar cantar en vivo por su ansiedad crónica, se alejó definitivamente de los escenarios en 1968, lo cual agravó una relación ya áspera con su sello discográfico.
Hacia fines de la década, la onda yé-yé agonizaba tras una creciente politización de la juventud —con su auge en las protestas del Mayo Francés— que reclamaba productos musicales más serios. Más preocupada por reivindicarse como artista que por el éxito comercial, Hardy comenzó a trabajar con compositores más reconocidos como Gainsbourg, Leonard Cohen y Patrick Mondiano. Iniciados los años setenta, cerró su relación con la discográfica Disques Vogue y firmó con el sello independiente Sonopresse, el cual le dio la libertad de emprender proyectos más osados. Siempre acompañada por su íntima amiga Lena —una brasilera exiliada en París— Hardy buscó respuesta a sus tormentos amorosos en el psicoanálisis, lo cual devino en un interés por la astrología. Algunos años más tarde, se involucraría más seriamente en el estudio de los astros tras convertirse en fiel seguidora del astrólogo Jean-Pierre Nicola y su postura renovadora de la disciplina. Al mismo tiempo, abandonó el rol de trendsetter futurista que había desarrollado a mediados de los sesenta a favor de un estilo más austero y bohemio.
Hacia 1969, Lena le presenta a Tuca, una cantautora de São Paulo también exiliada en Francia, que tocaba en un restaurante brasileño ubicado en el Ayuntamiento de París. Rápidamente desarrollan una profunda amistad, conformando un dúo de lo más dispar: por un lado Tuca —una lesbiana petisa, histriónica y obesa— y por el otro Hardy —alta, flaquísima y reservada. Tras una participación exitosa en el Festival Internacional de la Canción en Río de Janeiro en 1970, Hardy volvió decidida a realizar un álbum con la compositora brasileña, aunque sin pretensiones de adentrarse en estilos folclóricos. El resultado fue un disco de culto todavía infravalorado injustamente por la crítica musical anglo céntrica e indudablemente una obra cúlmine del pop francés de todos los tiempos.
La creación de La question fue un proceso atípico para la cantante francesa. En su autobiografía de 2008 explicó: “Generalmente, cuando se graba un álbum, uno tiene apenas tiempo para trabajar de antemano en las canciones con el compositor. Te las aprendés por vos mismo con el riesgo de adquirir malos hábitos de los que será difícil deshacerse más adelante. Luego las cantás por primera vez en el estudio, sin necesariamente estar bien preparado, y si bien la grabación de una canción puede llevar solo una o dos horas, puede seguirte por el resto de tu vida. Las cosas fueron completamente diferentes con Tuca”. Durante un mes, Tuca visitó a Hardy todos los días en su casa sobre la Rue Saint-Louis-en-l’Isle para practicar los temas acompañada de su guitarra. Cuando llegó la hora de ir a los estudios CBE, la cantante no necesitó más que una o dos tomas para grabar cada canción, cantando en vivo una por una junto a la guitarra de Tuca y el bajo de Guy Pedersen, un músico de jazz.
Tras un pequeño descanso en las playas de Córcega, el dúo regresó a París con la intención de incorporar arreglos de cuerdas a las canciones. La brasilera entonces se encerró junto a Hardy y le tocó en un piano las melodías que tenía en mente, hasta encontrar aquellas que le gustaran a ambas. Luego, Tuca envió las ideas al arreglista Raymond Donnez para que se encargue de su ejecución. Esto también fue una experiencia novedosa para la cantante, que explicó: “Normalmente, recién conocés la identidad de la orquesta cuando llegás al estudio y, si no es adecuada, es demasiado tarde para arreglar las cosas. Una vez más, esta fue la única vez que participé en una elección tan crucial”. A través de su amistad con la violinista Catherine Lara, Hardy consiguió que la Orquesta de París —de la cual Lara formaba parte— se encargue de tocar los arreglos de cuerdas.
La question fue publicado en octubre de 1971. Su bellísima portada —obra de Jean-Marie Périer— luce el rostro angular de la cantante, con una mirada punzante y reflexiva que adelanta el contenido sensual del disco. Se trata de un encuentro íntimo y mesurado, con una duración que apenas sobrepasa los treinta minutos. Y es triste, muy triste. Magnificamente etérea, la susurrante voz de Hardy se mueve a paso suave, suspendida en una atmósfera onírica compuesta de guitarras que remiten a la bossa nova y una sutil pero determinante sección de cuerdas. Atrás quedaron las producciones acaparadoras que supo grabar a mediados de los sesenta junto al inglés Charles Blackwell, influidas por Phil Spector y su “Wall of Sound”.
La question fue un parteaguas estilístico en la carrera de Hardy, virando hacia un sonido elegante y maduro, más cercano al folk inglés que al pop estadounidense de la década anterior. Pero aunque la música del disco es serena, sus letras —obra de Hardy, Pascal Bilat, Franck Gérald y un tal G.G.— tienen un tono bastante desesperado. Durante la creación del disco, Hardy sufría el desamor de su pareja, el también consagrado cantante Jacques Dutronc, con quien se casaría una década más tarde. Y si hay un sentimiento que atraviesa todo el trabajo, es el del anhelo. El anhelo de ser deseado, de encontrar en el otro la correspondencia de un amor que parece haber desaparecido. Tuca, por su parte, no estaba exenta de los malestares del desafecto—mientras componía las canciones del álbum, se lamentaba por querer estar con la actriz Lea Massari, que no tenía interés en las mujeres: ¿Quién no ha gustado trágicamente de un paki?
El disco abre de manera apasionada y cinematográfica con “Viens”, quizá la canción más dramática todo el trabajo, en la que Hardy le implora a su amor que regrese, a pesar de tener la certeza de que saldrá lastimada: “Ven, ven al puerto como un barco/ Y sabrás por dónde partir nuevamente cuando quieras irte/ Ven, mi corazón siempre lo ha dado todo/ A menudo me he quemado pero no tengo miedo de sufrir”. Pero este comienzo grandilocuente se reduce inmediatamente a una angustia contenida en el siguiente tema, que da título al disco. En uno de sus mejores momentos como letrista, una Hardy desamparada se pregunta por qué sigue buscando una reciprocidad inexistente: “Intentar conocerte/ Es como perseguir el viento/ No sé por qué me quedo/ En un mar que me ahoga/ No sé por qué me quedo/ En un aire que me sofoca”.
La figura del mar se repite en “Mer”, una ideación suicida a lo Alfonsina Storni en la que la cantante sueña con perderse entre las olas. Es notable el uso expresivo que hace Hardy de su voz, a menudo vocalizando melodías sin palabras, toda una novedad en su música. Esto encuentra su máxima expresión en “Chanson d’O”, posiblemente el único tema de la inmensa discografía de Hardy en no tener letra. Sin duda uno de los puntos más altos del álbum, es una canción de una sensualidad tan intensa que estuvo a punto de ser prohibida en España. La voz de Hardy, levitando en placer extático, se mueve de un lado a otro en un susurro orgásmico. La atenta guitarra de Tuca, abandonando todo respeto por el compás, acompaña fielmente cada vocalización de la cantante.
En “La maison”, otro de los momentos más memorables del disco, Hardy recurre a esa alternancia entre el spoken word y el canto a la que tan acostumbrados nos tienen el pop francés, nuevamente abandonando la letra para entonar la melodía principal de la canción, de una melancolía intensísima. La cantante narra su visita a la casa donde supo vivir su pareja, encontrando en sus flores marchitas y su fachada corroída la metáfora perfecta para un amor que ha muerto. Otros puntos altos son la bizarra “Le martien”, gentilmente psicodélica, en la que un alienígena de Marte baja del cielo en busca de la cantante; y la sublime “Bâti mon nid”, cuya suave repetición nos induce a un trance delicioso.
El grand finale viene con “Rêve”, que da cierre al disco de una manera dramática y majestuosa similar a la que comenzó. Se trata de un cover de “A transa” del músico brasileño Taiguara, incluida en su álbum de 1970, Viagem. Hardy se limita a cantar “la, la, la” sobre una sección de cuerdas imposiblemente romántica. Al final, recita la frase: “Me maravillás como un sueño que finalmente se hizo realidad/ Y me lastimás como un sueño del que tendré que despertar”.
A pesar del buen recibimiento de la crítica y del inmenso orgullo de la cantante, La question fue un fracaso comercial que no obtendría el reconocimiento que se merecía hasta varios años después. Sin ninguna canción con el potencial de convertirse en hit, su amigo Serge Gainsbourg le advirtió al escuchar el álbum: “Poco sirve tener muchos vagones de tren hermosos si no hay una locomotora que tire de ellos”. Hoy, a cincuenta años de su lanzamiento, sigue siendo mayormente obviado en las listas de los mejores álbumes de la década publicadas por los grandes medios musicales, quienes prefieren concentrarse en el período de auge comercial de la francesa. Sin embargo, se ha convertido en un preciado objeto de culto para los amantes del pop pesaroso.
En su autobiografía, Hardy reflejó: “Este álbum me parece más homogéneo, con ‘más clase’ y sofisticación que mis esfuerzos anteriores, y aunque no gozó de un gran éxito entre el público general, al menos puedo afirmar que sí llegó a otra audiencia. Cuando conocí brevemente a Suzanne Vega en los noventa, supo quién era yo gracias a este disco, porque su hermano lo escuchaba a menudo. Y cuando fui a Japón por esa misma época, los periodistas me confesaron su predilección por este álbum. A menudo un disco ambicioso puede ser en menor o mayor medida ignorado cuando es publicado pero termina teniendo una larga vida. La única preocupación, que es válida, es que algunos de los artistas que tocaron en él no estaban en condiciones de esperar veinte años para alimentarse. Esta situación me preocupó cada vez más a medida que pasó el tiempo, aunque la creación de canciones sigue siendo una elección de vida muy particular, la cual implica aceptar la selección natural y el empleo precario”. El marzo pasado, la desmejorada artista anunció que no podría volver a cantar tras una larga batalla contra el cáncer. Y los románticos del mundo responden: ¡A la gran Françoise, salud!