La generación sub 30 de este país iba a la Primaria cuando Pappo le dijo a DJ Deró que se busque un trabajo honesto, en el último show de Los Redondos o durante los muertos de Cromañón. Por eso, y quizás porque los programas televisivos de música hicieron creer que los noventa estaban saldados con las bandas que llegaron al cambio de milenio en el mainstream (Babasónicos, Los Piojos, Divididos y algunas más), el nombre de Los Brujos es, cuanto mucho, un rumor. Como los que ven una película clásica por primera vez, es un privilegio descubrir temas como “Kanishka”, “La bomba musical” o “Fin de semana salvaje” en el 2022: rock desde las entrañas, en un idioma ininteligible, con guitarras retumbantes y estribillos pegadizos.
Para conocerlos plenamente es ineludible leer las 152 páginas de La bomba musical, editado este año por Gourmet Musical. Es una experiencia inmersiva: entre fotos, cronologías, entrevistas y recortes de revistas se ensamblan todas las piezas de una época bisagra, entre finales de los ochenta y la década siguiente. Es que Los Brujos fueron un puente de transición, que canalizó la desesperanza y el nihilismo de los años de hiperinflación para expresarla en forma de pogos neuróticos en la euforia del 1 a 1. Su disrupción era divertirse desde el absurdo en la Argentina posdictadura y proponer psicodelia en tiempos de razzias policiales.
“Creo que ellos le pusieron color al rock argentino después de una época de mucha oscuridad, de mucho blanco y negro con el post punk”, arriesga el autor de La bomba musical, el periodista cultural Nicolás Igarzábal, en conversación con Indie Hoy. Con color se refiere a letras socarronas, un despliegue escénico particular y una ebullición de energía desde la primera hasta la última canción. Y disfraces, muchísimos: de alienígenas, de chamanes, de cavernícolas, de astronautas, de personajes que no se lograban dilucidar. Fue una de las marcas registradas de Los Brujos, que se pensaba como una experiencia integral que trascendía a la música. No alcanzaba con escucharlos para conocerlos.
Su origen marcó su impronta: desde 1987 se reunían en una casa de Monte Grande, a la que los vecinos le tiraban piedras al techo para que bajen el volumen de los ensayos. Molestar en el barrio es una marca registrada para cualquier banda que quiera graduarse en el ambiente underground. Los bares del Conurbano pronto les quedaron chicos y escalaron hasta un discoteca a la altura de su identidad: Cemento. Allí fue donde el músico Daniel Melero los conoció. Según relata en el libro: “Fue como ver el futuro, sentí que una pequeña pista de los noventa estaba ahí. Los Brujos eran primitivos: vos le ponías un dedo encima y te lo morfaban”.
La curiosidad es inevitable: solo hace falta buscar las presentaciones de Los Brujos en Cemento que se pueden encontrar en YouTube. Antes del primer minuto de show, el público comienza a subirse al escenario para volver a tirarse de un salto mortal al mosh. Melero tiene razón. Después de esa epifanía, él los apadrinó y los produjo en los estudios Aguilar, que en los noventa cobijó a todos los referentes de la movida sónica del rock alternativo nacional como Peligrosos Gorriones, Martes Menta, Suárez, Juana La Loca y Babasónicos. “Éramos un caos que había que direccionar”, asegura Alejandro Alaci, voz de Los Brujos, sobre sus primeras jornadas de grabación. Melero logró potenciar su autenticidad e incluso sirvió como vía de contacto para que Gustavo Cerati grabe guitarras en un tema. Once canciones después, tomaba forma Fin de semana salvaje, el primer álbum de la banda. Desde allí, no hubo retorno.
“Ellos eran una banda con estética underground, en el buen sentido, y cada tanto tenían un show grande”, piensa Igarzábal. Dos de esos shows grandes fueron como teloneros e integran el ranking de los principales hitos de Los Brujos: fueron banda soporte cuando Iggy Pop tocó en Obras y cuando Nirvana llenó Vélez. Mientras el trío de Seattle pasaba por un momento de estrellato global y llegaba al estadio en autos de lujo, los muchachos de Monte Grande cargaban su instrumento al hombro y se tomaban el colectivo hasta Liniers. El espectáculo que dieron en el Amalfitani provocó que un periodista, que reincidía en bardearlos en sus columnas de opinión, escriba: “Hay algo en ellos”.
El relato de La bomba musical continúa hasta la grabación de su tercer disco, su separación en 1998 y su regreso en el 2014. Un camino ecléctico, misterioso, que los integrantes de la banda escogían seguir por lo que en el momento les dictaba la recalcada gana. En los últimos registros audiovisuales que se pueden encontrar, la transgresión permanece intacta: visten trajes y bolsas de arpillera, como usa El Espantapájaros en la primera Batman de Nolan. “Verlos en vivo continúa siendo un impacto enorme, siempre. Por la energía, los vestuarios, los cambios de ropa, el manejo teatral, un público poguero old school, las visuales, el misterio y cierta mística que tienen y está buenísima“, garantiza el autor del libro, que rescata que la banda continúa con el ADN de origen: “Ellos son su propia escena; no están colgados de una especie de revival de su época”.
“No es que te disfrazás y sos Los Brujos: es una energía y es un espíritu”, cierra Igarzábal. Ese espíritu, entre fanzines en la puerta de los bares, los disfraces de esqueletos y el desparpajo para habitar cualquier escenario sostiene el pulso de una investigación que moviliza mucho más que la ansiedad de conocer la discografía de una banda: consolida la hipótesis de que los mitos se escriben a sí mismos. Solo es cuestión de tiempo para que alguien los convierta en libro.
La bomba musical: Los Brujos y la explosión del rock alternativo en los 90 está disponible en librerías.