En la historia de la música existen bandas legendarias que duran décadas en su formación, mientras otras duran poco y trascienden años.
A mediados de los años noventa, la globalización mostraba su auge en Estados Unidos mientras la guerra del Golfo y la recesión económica mostraban el lado oscuro del Imperio. En ese contexto, cientos de jóvenes buscaban hacer ruido y despertar a toda una generación. Eso fue el germen de varios sonidos nuevos como el grunge oriundo de la escena musical de Seattle, con letras que daban cuenta de la alienación que sentía esa juventud o la marginación social por buscar una identidad propia alejada del mundo que estaban viendo surgir. La falta de dinero llevaba a buscar amplificadores viejos con sonidos más pesados, mientras la distorsión fomentó la experimentación sonora a la vez que disimulaba la carencia de dotes instrumentales de los jóvenes.
Por la costa este, en el desierto californiano, la búsqueda de libertad también se hacía sentir. Pero en vez de letras introspectivas, la juventud creaba melodías con riffs de guitarras alternadas con secuencias repetitivas cual mantras hipnóticos. Las bandas surgían de fiestas donde la marihuana y las drogas psicodélicas eran frecuentes, por ello este sonido, primero apodado como “rock desértico”, luego se denominó stoner (calificativo para fumado o drogado) rock.
La banda paradigmática fue Kyuss, agrupación nacida en el desierto de California formada por cuatro adolescentes que, en solo cinco años de existencia, creó un género que conectó el desierto norteamericano con nuestras pampas. Los periodistas Carlos Noro y Facundo Llano desentraman en Stoner argentino, necesario título de la editorial Gourmet Musical, cómo fue posible esa conexión y las raíces que tiene en los orígenes mismos del rock argentino: la ambición de crear algo nuevo, con lenguaje propio y libertad creativa.
La confluencia de la cultura skater, con Massacre o Babasónicos como banda de sonido, las disquerías de barrio donde los jóvenes pasaban horas revolviendo bateas y la llegada de las revistas metaleras extranjeras fueron el caldo de cultivo para una generación que se alimentaba de una estética impulsada por los videos de MTV. Escuchando bandas como Kyuss, también descubrieron que ese sonido se familiarizaba con linajes anteriores como Black Sabbath o Metallica, pero también con Pescado Rabioso o V8.
Si en los ochenta los sintetizadores coparon el sonido, hacia fines de los noventa la búsqueda musical volvía a lo crudo, buscando melodías y letras influenciadas por, al igual que el folclore, un arraigo local que cambiaba el paisaje desértico por el de las ciudades pampeanas. En ese incipiente panorama, Los Natas ocuparon un rol central, siendo una influencia tanto local como sobre todo una referencia internacional de un género que hacia el norte del río Bravo ya estaba en el ocaso.
Pero el stoner en estas tierras estaba lejos de morir. Hacia los 2000, con Los Natas ya disueltos (aunque vivos en proyectos como Ararat y Poseidótica), muchas bandas como Los Antiguos (con el Pato Larralde, sobrino del mítico folclorista José Larralde) o los platenses Güacho buscaron su lugar en reductos que no eran masivos. Como no congeniaban con el rock que se iba cuajando, se sumaron a la movida stoner que por la época confluía en lugares porteños como Niceto Club, Uniclub o el Noiseground Festival. Sin masividad, lograron su reconocimiento.
Este libro, documento de una época, sirve a la vez como hoja de ruta para un sonido que todavía tiene un largo camino por andar.