La expresión “un show fuera de lo común” es una que suele usarse bastante dentro de la crónica de shows. El problema de dicha expresión radica en que no es lo suficientemente precisa, pues se utiliza para describir presentaciones que no se salen demasiado de los cánones establecidos por la siempre presente industria musical. Deben existir muy pocas excepciones rupturistas a lo largo y ancho del universo mainstream y Björk es una de ellas: acompañada por una orquesta notable, la multifacética artista y performer islandesa entregó una experiencia por completo diferente a lo esperado para un festival tan comercial como la edición argentina del Primavera Sound.
El hecho de que Björk haya regresado a la Argentina para presentar su nuevo (y muy buen) disco Fossora (2022), fue apenas una excusa para justificar el reencuentro con una manera distinta de imaginar y de crear música. Claro que no es un show para cualquiera, pero la realidad es que nadie puede sostener que sabía con qué se iba a encontrar en el ventoso e imprevisible predio de Costanera Sur.
Junto a la maravillosa Orquesta Estable del Teatro Colón –que se llevó una estruendosa ovación cuando fue mencionada por la europea sobre el cierre– Björk desplegó todo su talento y eclecticismo con mucha solvencia y autoridad ante una audiencia que comprendió hacia qué lugar se dirigía un show por demás complejo, en el que el regreso emotivo a nuestras raíces culturales más profundas funcionó como guía.
A lo largo de su carrera, Björk eligió moverse con soltura por los senderos sinuosos de la electrónica, el avant garde y el art pop, pero lo que la destacó desde el primer momento fue su persistente pulsión experimental. Y eso fue lo que brilló de principio a fin durante una presentación que hizo las veces de inicio oficial de la primera edición del Primavera Sound Buenos Aires. Con un setlist apoyado en la sutil versión con cuerdas de Vulnicura (2015), la oriunda de Reykjavik le escapó por completo a la lógica de la sucesión de hits y sumergió a todos los presentes en su pequeño mundo privado.
La experiencia fue inmersiva de principio a fin: un recorrido turbulento por el sinfín de emociones e impulsos que habitan mente y cuerpo de una creadora capaz de aterrorizar y emocionar al mismo tiempo. Conceptualmente, un acierto, una performance brillante. Visualmente, tal vez no tanto, algo que puede relacionarse con el hecho de que es un espectáculo ideal para un escenario más íntimo. Y aquí hay que detenerse: en lo que respecta a lo sonoro, Björk logró adaptar esa intimidad a un escenario masivo y utilizó eso como enlace con un amplio sector del público que –en plena veneración– por momentos funcionó como una extensión de cada una de sus emociones.
Si bien el muy logrado tono de relato onírico –la larga marcha, el sueño eterno– se mantuvo a lo largo de todo el show, existieron momentos en los que la carencia de visuales le quitó fuerza a una presentación imaginada y ejecutada justamente para impactar. Claro que a esto se le contrapone otro factor: el espiritual, el de la experiencia cuasi chamánica en la que lo relevante no son tanto las luces exteriores, sino la manera en la que liberamos todo aquello que anida en nuestro interior. No en vano, Vulnicura y Fossora son dos discos centrados en momentos de dolor, introspección y reflexión por parte de la artista. Que esta contraposición no sea interpretada como un problema: para nuestra fortuna, Björk en sí misma es un significante abierto en constante reformulación y evolución.
Dirigidas por el maestro Bjarni Frímann Bjarnason, la Orquesta Estable del Teatro Colón dio cátedra y logró conectar con el plano terrenal canciones poseedoras de una estructura y textura digital. Acompañaron cada uno de sus deslizamientos sobre las tablas, le permitieron regular los tonos a placer y consiguieron crear un gran número de subestructuras que se acomodaron con total precisión en una estructura sónica muy sólida. Por momentos suite imperial, por momentos música de cámara, el show fue cautivante y Björk nunca perdió el pulso. Pulso que se aceleró con suavidad y (mucha) elegancia sobre el cierre con la tríada conformada por las muy festejadas “Quicksand”, “Hyperballad” y “Notget”.
Después de las presentaciones, un feliz cumpleaños a coro para uno de sus colaboradores y la ovación para las cuerdas, Björk regresó al escenario para cerrar con “Pluto” a puro giallo. La atmósfera entre gótica y punk se instaló con la contundencia de una bomba nuclear, inundando el predio con oscuridad y dolor puros.
Así fue como terminó el show de una artista que al día de hoy mantiene el privilegio de ser por completo inclasificable. Con la luna llena alumbrando la ceremonia, Björk desató todos sus demonios y dejó que estos invadan todos los cuerpos presentes. Una ceremonia brutal que estuvo mucho más que a la altura de una noche que será recordada a lo largo del tiempo como una en la que la música triunfó con creces.