Carla Morrison es una mujer con el corazón roto. ¿Dije roto?, más bien hecho pedazos. Por eso, sus conciertos suponen una suerte de catarsis colectiva donde, a través de la música, se puede volver a creer en el amor y recomponer el alma. Sí, todo muy rosa. Esa es la línea.
En la tradición de Julieta Venegas y Natalia Lafourcade, la cantautora de 31 años oriunda de Tecate, se presentó el pasado 30 de septiembre en La Trastienda en el marco del Tour Amor Supremo. El repertorio osciló entre sus dos discos larga duración, Dejenme llorar (2012) y Amor supremo (2015) y las canciones sonaron en un formato más acústico e íntimo que en su último show en nuestro país, en noviembre de 2016.
Minutos antes de las 21.30, Carla Morrison, el baterista Brandon García y la juvenil tecladista y guitarrista Mabel Jiménez, subieron al escenario para despedirse un poco antes de las 23.25. El sonido, a lo largo de todo el set, fue muy prolijo y sumamente cuidado; la profesionalidad y la obsesión por cada detalle es notable. Las luces, la puesta minimalista, el orden de las canciones, todo tiene su sentido. Incluso la interacción de la cantante con el público está consignada en la lista de temas, junto a otros específicos recordatorios como “Presenta banda y despide”. Por momentos, la música nos remite al unplugged de Zoé, en la cadencia de algunas melodías, ciertos climas, y sin dudas, en el golpe de batería.
La interpretación de Morrison es precisa y lograda. Su voz nada por el aire, juega entre la gente que, desde sus sillas, la mira embelesada, y gracias a su carisma, logra convencer a quien sea de lo que sea. La mexicana hace un considerable preámbulo antes de casi cada canción, en donde desnuda sus sentimientos y confiesa sus dolores más profundos, generalmente vinculados con relaciones amorosas fallidas. La manera que elige para hacerlo, como si susurrara, parece darle trascendencia a ese secreto que nos comparte como en una imaginaria soledad absoluta. Luego empieza a cantar y transforma la pena en desahogo, y la culpa en liberación. En ese momento, la sonrisa ilumina su rostro y el dolor queda derrotado.
Entre tanto discurso sobre la liberación femenina y la importancia del amor propio, no se olvida del tremendo terremoto que su nación sufrió hace días:
“Nuestro gobierno es una mierda y obviamente somos nosotros los que tenemos que levantar el país. Les pido si pueden donar unos pesos, se lo vamos a agradecer mucho…Gracias por pintar el obelisco con nuestros colores”.
Luego siguió con sus pequeños manifiestos de índole didáctico-moral. Antes de interpretar “No vuelvo más” dijo:
“Nosotras las mujeres tenemos el poder en nuestras manos de ser felices”
El público está compuesto por una franja sub 40, en general parejas, grupos de amigas y mexicanos/as que la aplauden rabiosamente entre latas de cerveza y celulares, registrando stories para Instagram. A pesar de la heterogeneidad, su música apunta a la platea femenina. De hecho, en un momento les agradece a los novios presentes el haber acompañado a sus parejas para disfrutar de una noche “romántica”, porque a los hombres en Argentina “les gusta el rock”, se excusó.
El show de la semana anterior, en el Festival Ciudad Emergente, mostró a una Morrison algo ansiosa, ávida de conquistar a un público que se distraía con tantas propuestas disimiles y estímulos visuales. La apuesta, en el escenario empleado al lado de la Usina del Arte, era más grande y jugaba de visitante. En cambio, en el escenario del boliche de San Telmo se la notó más tranquila, más segura de sí misma y del público, que estaba allí solamente por ella, para hacer causa común con esos temas que “buscan respuesta”. La que alguna vez declaró que la banda de sonido de Ameliè le cambió la vida blanqueó lo que todos pensaban: “Mi música gira en torno al desamor y la tristeza”.
Una vez terminado el show, la voz de la noche no tardó en aparecer en el hall, todavía maquillada y notablemente exhausta, para sacarse fotos con la gente y firmar entradas. Se acumuló tanta gente que, ante la inminencia del caos, los empleados improvisaron una fila que terminaba en la calle. La cantautora recibió a cada uno con una generosa sonrisa mientras afuera, las dos partes restantes del trío, conversaban animadamente con algunas chicas. El cantante de Indios, Joaquín Vitola, fumaba sentado en un banco, en una espera incierta mientras el cielo se encapotaba.
En Carla Morrison toda fragilidad es pura estrategia, y esa apuesta sea quizás, el principio ordenador. Las canciones se presentan como mantras curativos que intensifican al máximo el dolor de una ruptura, pero una vez superado ese temblor emocional, uno se siente listo para encarar una nueva relación. Su costado más tierno resguarda a una leona invisible, a una mujer bella y fuerte que sabe cómo levantarse una y otra vez contra las adversidades. El dolor funciona como inspiración y sacar ventaja del desencanto es su gran virtud. “Estoy enamorada”, deslizó en un parate. Ojalá que dure para siempre.
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Foto: Romina A. Vallejos (india.ph)