La etiqueta más halagadora que una banda pueda ganarse quizás no sea la de “original”, sino la de “impredecible”, porque más que etiqueta resulta un cumplido; abrazar la transformación constante y escaparle al estancamiento creativo, sería la premisa. A los Césped, en este caso, esa premisa les estaría sentando perfecto: Venían de La Calma, su primer álbum de estudio (que, a contramano del título, destilaba intensidad y un pulso rutero forjado al calor del guitarrerío psicodélico), y en junio lanzaron El Destierro, donde asumieron el desafío de zambullirse, sin titubear, en su vena más popera. En esta oportunidad, más que cómodos con el “refresh”, descartaron los cuelgues psicodélicos en pos de arreglos pulidos que van modelando el clima de las canciones. La mano de Mariano Di Césare, -quien se encargó también de la producción del disco- aportó su magia en este sentido, y es en el marco de este nuevo trabajo discográfico, que tuvieron lugar las cuatro presentaciones en vivo –todas con localidades agotadas, cabe decir- en el teatro La Lunares.
La función del viernes 21 fue la anteúltima de este cuarteto semi-maratónico de tocadas en el que se embarcaron (y que según lo describieron sus mismos artífices en la previa al show, ya a esa altura se había convertido en una especie de loop armonioso y trepidante), y además de coronar la puesta en marcha de una nueva etapa cespediana, resultó la excusa perfecta para oficializar la incorporación de Juano Saldaño, ahora quinto miembro oficial de la cofradía, en guitarras y teclados. Noche de estreno por partida doble, entonces.
Lea Franov, frontwoman de Las Edades (pero esta vez en formato solista), fue la encargada de aclimatar la sala con su pop devocional; una suerte de Angel Olsen en versión hiper-minimalista, que armada únicamente con una guitarra, un micrófono y pedales de efectos que disparaban onirismo a montones, envolvió a todos los presentes en una nube de vapor romántico.
Llegó el turno del quinteto, y con él, dos confirmaciones: que íntimo no es siempre sinónimo de mesurado, y que cuando los muchachos cranearon la presentación del disco, estaban bien seguros de lo que querían; en lugar de ponerle todas las fichas a una única noche e inclinarse por una sala con formato rockero, se la jugaron por el plural y dosificaron la propuesta, prefiriendo un espacio reservado; un teatro con cuarenta butacas, que les permitió desplegar su banquete visual y sonoro desde un concepto más integral. El resultado fueron cuatro sesiones de escucha intensiva, y de eso dieron cuenta cada una de las trece canciones que formaron parte de la lista.
Desde la entrada en calor con “La Presa”, séptimo tema del nuevo álbum, ya se hizo evidente en dónde está puesto el foco esta vez: precisión, la voz bien al frente, y un clima que crece arreglo tras arreglo. “Mi Enemigo” reveló otro de los sellos distintivos del actual sonido: beats bailables y una actitud refinada, cuasi-electrónica. La frescura pop de “Siluetas Difusas” siguió aumentando los deseos de mover el cuerpo, y el hecho de que finalmente hayan vuelto a la carga luego de pasar casi un año grabando en el estudio, duplica lo místico de la experiencia. “Las perchas vacías” fue otro gran momento, y una vez más se puso de manifiesto la destreza de la banda a la hora de las melodías, tanto en lo vocal como en lo instrumental; mientras que “La sangre derramada”, fiel a su formato “pocket” (dura sólo 1 minuto y 9 segundos), funcionó como canción bisagra del show.
La camaradería es un rasgo distintivo de nuestra queridísima escena independiente, y se hizo notar mediante arengas amistosas que resonaban desde las butacas; como fue el caso justo después de la rockeada hipnótica con “Lo que se formó”, tema de su disco anterior, que resume la impronta característica de la banda en su etapa previa a El Destierro.
El sonido de Césped no se deja encasillar, y enhorabuena por eso; pero lo que sí puede afirmarse, es que detrás de esta nueva apuesta hay un trabajo minucioso y depurado, rigurosidad bien aplicada, un rumbo definido, y por sobre todas las cosas, mucho espíritu; motivos que hacen que la banda suene compacta y potente en vivo, a pesar de estar acomodándose al nuevo material. La base sobre la cual cabalgan las canciones ya no son guitarras, sino la batería de Santiago Naya y el bajo de Juan Pablo Mareco, y la incorporación del Juano Saldaño con su arsenal vintage definitivamente es un acierto; como así también las visuales, que juguetearon lisérgicamente con el arte de tapa del disco acompañando de punta a punta el trip.
Después de la trilogía que coronó la velada, compuesta por “Carta a uno mismo”/”Las sombras” (con Martín Spinelli en la voz principal)/”El friso de la vida”, la conclusión es que El Destierro no admite fisuras, y elegir canciones favoritas sería embarcarse en una tarea algo complicada; al menos, no podría hacerse sin sentir que al optar por unas, se dejan afuera otras con igual potencial. En todo caso, se trataría de una cuestión más personal, una suerte de “Elige tu propia aventura” en formato musical. La seguidilla de conciertos, aparte de hacerle justicia a este hecho, termina de ubicar a Césped con su flamante elegancia “beatera” entre los lanzamientos más atractivos; por lo que sus shows, de ahora en adelante, serán una cita obligada.
Hubieron bises, y con ellos apostaron al flashback concentrado: “El caso está cerrado” y “Luz del oeste”, ambos de La Calma, fueron los encargados del cierre, y puede que no haya sido casual la decisión: “todo es melodía”, repite una y otra vez Juan Manuel Gardés al micrófono con su registro grave, y gracias al talento cancionero y la obstinación meticulosa de estos cinco caballeros, sí que nos quedó bien claro ese mensaje. Se los ve -y escucha- muy a gusto encarando este nuevo trayecto, y afortunadamente, es un viaje que recién comienza.
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Foto principal: Dana Ogar
Las próximas presentaciones de Césped son: 17 de agosto en Dark Side of the Party (Emergente Almagro), 9 de septiembre en Roseti y 13 de octubre en La Tangente.