El problema conceptual, para poder si quiera empezar a hacer una “crónica” de una ceremonia de El Perrodiablo, es básicamente la dificultad de expresar con palabras algo que se expresa por sí solo. Con la actitud de mil toros que van al frente sin pensarla y presentan esa indecencia, esa incorrección necesaria para que la ceremonia sea un hermoso enchastre de hipster heavys hippies enredados en la misma bola de rock. El perrodiablo “no califica”, no encaja (por suerte) en ninguna casilla específica fuera de la generalidad rock y allí en esa marea se distinguen, salen impecables, únicos y caen siempre parados, siempre innovándose y siempre con la misma cruda esencia que los signa desde las madrugadas de Zaguán Sur hasta estas tardes de Club V en las que la entrada es gratis y en las que te vas siempre con algo (corriente en el cuerpo, cerveza en el pelo, ganas de romper todo y muchísimos etcéteras más bien personales). Ambos lugares lúgubres antros, oscuros, pegajosas cavernas que nos oscurecen más que la noche porteña per se y en los que uno se siente como en casa.
Pero El Perrodiablo es indomable y cucha no tiene; oriundos de La Plata se sienten a gusto cuando se enchufan a los amplificadores y arrancan para no parar más, en donde sea: Pasaron por la TV pública, le mostraron el culo a Makena, tocaron en varias radios y se codearon con “los otros” en el Cosquín Rock, dejando bien en claro que ningún escenario les quedará chico. Quizás el Club V es el más repetido de las últimas ceremonias y ¿qué más democratizante para las almas que una entrada gratis por Villa Crespo para salir inundados de rock? Si bien el “Doma” aprovecha los intervalos entre tema y tema para con humor auto referirse como un burgués, es evidente el compromiso que la banda tiene para con el (su) público.
Así alrededor de las 23 del 20 de abril los parlantes estallan, la gente se enciende y ese enredo de rock empieza a fluir, chocarse, atomizarse, juntarse, tirarse birra encima y poguear, siempre poguear. Esa mezcla del bajo de Fran y la bata de Joseph que te hacen mover los pies como si el suelo quemara; las guitarras de Chaume y Lea que se funden y echan humo (se les debe cortar una cuerda promedio por recital, de mínima: situación espléndida para que el Doma los ponga en aprietos y haga una suerte de stand up más que gracioso; mencione a Perón o a Macri y/o comente los imparables proyectos del grupo). Y claro, el portavoz de semejante proyecto es quizás el mejor frontman que este humilde escritor haya visto alguna vez (a la par de Iggy, Mick, Eddie..) El Doma te canta la justa, baila como un New York Doll, monta un show fálico con su micrófono, te muestra el orto arriba de la barra y manda la norma a cagar con solo moverse. Baja del escenario, corre, te deja el micrófono, te pega, te exorciza. Esa tiene que ser la palabra, exorcismo; cual pastor brasilero va gritando invitado por invitado (a su ceremonia), toma con la justa violencia la cabeza de uno al azar y frente contra frente le clava los endemoniados ojos blancos mientras le grita que pensaban que era un juego y ahora nadie se está riendo, o que hay cosas que no se explican.
Mechando repertorio antiguo (alguna canción de orgía políticamente correcta se mete en el recital) pasando por clásicos y covers sin pies ni cabeza donde la banda demuestra también su pragmatismo (Los Redondos, Babasónicos, Ratones Paranoicos) y metiendo temas de su última producción (La otra dimensión, de lo mejor del 2017), El Perro va recorriéndonos y dejándonos su marca, su pis diabólico. La última canción se llama “Fito Páez” y refleja claramente la esencia cruda de la banda: Te gritan en la cara que no son la banda de sonido para festejar a tus amigos, y que la pose no es actitud. En este tiempo, gente de Central Eléctrica Discos prepara un rockumental en el que se podrá apreciar la actualidad del Perro (grabado de disco, intimidades) y se podrá tener un fiel material del vivo de la banda para verla por cualquier formato. Pero después de todas estas líneas ¿te vas a seguir perdiendo La ceremonia in situ?