Las sombras presentaron imponentes sus indagaciones en las raíces del blues, el rockabilly y el rock clásico para abrir espacio a su propuesta que con letras intoxicadas inyectan de verdades cotidianas y experiencias únicas a sus oyentes.
A no más de cien pasos brillaba de viernes en las afueras de Niceto Club. Los preparativos para el show de Las Sombras como evento principal de Fiesta Invasión, anticipaban pilchas y pintas rockeras que si bien no abundaban, eran notables.
Entre los “rolingas” observables se repetían las chicas de capul y los chicos con el corte de pelo en hongo y patillas rebeldes. La presencia de polleras, chupines y remeras blancas remangadas, al mejor estilo de los ’50 daban la bienvenida a un recital de blues tenebroso.
Se hacían las dos de la mañana y el telón ansioso se partía al medio para que entre la oscuridad se formaran las siluetas de los equipos de los que disponía el conjunto próximo a subirse al escenario. Tres micrófonos al frente, una batería con un crash y un ride despiertos, y cuatro bañadores LED para iluminar a Las Sombras.
Las cortinas se terminan de abrir, y arriba del escenario posaban las cuerdas del conjunto para encarar el canto armónico y siniestramente bluesero; justo detrás, en percusión, se esconde la figura setentosa de Mauro Lopez. La campera militar de Nicolás Lippoli, la camisa binaria de Julián Pico y la stratocaster de coloración escalada de madera de Manuel Fernández irrumpen la escena con una piña sucia y placentera.
Suena “El ciudadano” y nos encontramos con una chica que confundida “no sabe lo que quiere decir”, pero sabemos que su mundo es una fiesta. El bajo de Julián Pico aceleraba el ritmo y las voces coreaban en armonía para alimentar el torbellinoso y motorizado pogo. Las guitarras de Fernández y Lippoli a la velocidad de un avión aterrizaron en el riff principal, y esto recién comenzaba.
El público ya se calentaba y disponía de sus pies y palmas para alabar las canciones hasta ahora desconocidas por el cuarteto. Más adelante sonaba “El kinto” con el ascenso en paralelo de las guitarras que rompieron con su groove sesentero a un coro beatlemaníaco, y no, no es por el pelo; su final abierto nos dejó sedientos de más. “Atención dividida” nos escupió la posta con veneno sombrío y sensualidad al calor de su letra. Pero así son Las Sombras, nos hacen el amor al oído; el bajo y la Telecaster nos aceleran mientras que el riff resacoso nos aterrizaba despacio y a su gusto.
Luego, la canción insignia del conjunto, “Van detrás”, que reúne verdades en su poesía lírica junto a la pringue que todos amamos del rock; riffs cortados y aterrizados con la sensualidad de un solo bluesero.
Para el cierre de la presentación se aproximaba “Blues para los amigos” con el redoblante de López a disposición de los versos y sus platillos listos para el fervor de los coros. Caímos en un blues erótico liderado por los solos de Lippoli y una voz del más allá que preludiaba la despedida.
Un “Chau chicos” de Las sombras y ya sonaba “Anoche”. La línea de bajo da sustento al tema para que acompañe la pareja de vocales armonizadas y “se quede(n) sin voces para el adiós”. Interrumpen los rasgueos abiertos a medida que cerraba el tema. El cierre estrellado y turbio abrió paso a la perforación una vez más de la pentatónica y Las sombras de un momento a otro desaparecen de la escena.
Los responsables de las cuerdas azotaban juntas al frente en medio de agonizantes y placenteros riffs. A la par, los mismos cantaban al unísono armonizado para darle frialdad y resquebrajo mortífero a las letras. La batería envolvente suscitó el baile, el pogo, y sobre todo la emancipación de la rutinaria vida del día a día. En vivo se presentan como la reencarnación ruda del rock inglés de tiempo atrás. Que no se malinterprete, luego de la presentación de Las sombras, queda claro que Argentina no tiene nada que envidiarle ni a Inglaterra ni a nadie, en todo caso queda la duda de no tratarse del caso contrario.
*
Foto principal: Dana Ogar.