Cuando era pequeña, cuenta Patti Smith, su madre la llevaba de paseo por el parque, y a pesar de que sus recuerdos al respecto son borrosos, hay una sensación que quedó grabada en su memoria: el hipnotismo que le provocó ver a un cisne levantar vuelo desde la superficie de una laguna. “Su imagen me generó un deseo para el que no tenía palabras, un deseo de hablar del cisne, de decir algo acerca de su blancura, la naturaleza explosiva de su movimiento”, relata con espontánea profundidad en Just Kids, que en realidad es mucho más que una simple novela autobiográfica, y tiene todo el sentido del mundo que esa descripción rescatada de su memoria emotiva dialogue, a su vez, con algo de lo que ella misma transmite.
La multitud que copó los alrededores del CCK el jueves 22 de febrero –algunos incluso hicieron guardia desde la madrugada- resistió estoicamente los rayos del sol para lograr hacerse de una entrada, y el hecho de que haya sido necesario improvisar una pantalla gigante en la explanada exterior el día del concierto para complacer a aquellos que no lo consiguieron –que fueron muchos, por cierto-, es fiel reflejo del fenómeno que genera esta septuagenaria orgullosa de sus ilustradas canas. Como ya bien sabrán los que vivieron la experiencia Patti en su primera visita hace ¡doce años!, verla resulta profundamente inspirador, y hasta epifánico. Y eso volvió a sentirse el pasado jueves 1 de marzo en la sala sinfónica del Centro Cultural.
Patti Smith es la madrina del punk, sinónimo de contracultura, poetisa, fotógrafa, referente ineludible de la vanguardia neoyorquina de los ’70, es esa mujer que desafió los estereotipos de género dentro del rock con su imagen andrógina y “poco femenina”, no hay dudas de todo eso y se podría seguir enumerando; pero más allá de cualquier rótulo, lo verdaderamente mágico es que hay algo del vínculo ídolo – fan que en presencia de Smith se desarticula; cualquier rasgo de verticalismo es devorado por algo mucho más grande y próspero: el factor humano. Siempre hay algo que aprender -y aprehender- de ella, empezando por su incorruptibilidad: pasaron 71 años y la que está parada sobre el escenario de la abarrotada Ballena Azul, sigue siendo esa idealista contagiosa que a los 21 años dejó atrás su hogar religioso de Nueva Jersey para irse a Nueva York a perseguir un sueño; que dormía algunos días en el Central Park y otros en las estaciones de metro hasta que, hablando de epifanías, el destino la cruzó con un tal Robert Mapplethorpe. Esa misma que mientras buscaba su identidad mimetizándose con el denso ambiente psicodélico de Saint Mark’s Place, comenzaba a recitar sus primeras poesías. Muchísima agua corrió bajo el puente desde aquel viaje iniciático; pero Patti Smith nunca dejó de ser Patti Smith, y eso también es un grito de rebeldía.
Es por eso que ardieron las manos de tanto aplaudir cuando terminó de interpretar “Wing”, canción que escribió para su hija Jesse luego de la muerte de su padre, Fred “Sonic” Smith, líder de MC5 y marido de Smith. Y es por eso, también, que cuando interpeló a una fan que la filmaba ininterrumpidamente con su celular desde la primera fila, el mensaje no se sintió desde la arrogancia sino, en todo caso, como el arrebato irónico de una tía sabia. “Disculpame, ¿estás haciendo un documental?” dijo, con sonrisa pícara. “Sólo me preguntaba….quizás yo sea la estrella de tu película…” La supuesta documentalista no pudo más que sonreír. No tendría el documental, pero sí un registro más que memorable.
Y Patti tampoco sería Patti si no evocara al poeta inglés William Blake, quien según ella, “nunca alcanzó la fama ni la fortuna, pero sí la inmortalidad”. Así introdujo “My Blakean Year”, canción que le compuso a modo de homenaje, y dejó atrás el suave arrullo de “Wing” para entregarse de lleno a la aspereza seductora. Siguiendo en esa línea, y luego de saludar con un “hola” en español a los que hacían el aguante desde afuera, con “Dancing Barefoot” alcanzó el grado máximo de sensualidad. De seguro, una experiencia cuasi-orgásmica para los que estaban en las primeras filas.
“Lenny Kaye y yo escribimos esta canción en 1978 en honor a los indios hopis y a su gran lucha por la supervivencia” dijo antes de interpretar “Ghost Dance”. “Deberíamos rezar por ellos y por nosotros; porque cuando ellos no estén, una gran parte nuestra también se habrá ido para siempre”. Sobre el final, y tras semejante trance, la invitación a hacer catarsis colectiva surtió efecto: “Shake out the ghost! Shake it out!”, arengó Patti mientras agitaba sus manos en el aire; que sacudiéramos nuestros fantasmas. Y así se hizo.
Esta dandy chamanesca a veces cae en las garras de la timidez, pero eso sólo la hace más perfecta (por eso puede olvidarse una letra de Bob Dylan en plena ceremonia de los Premios Nobel sin perder un gramo de su mística), y por un momento, volvió a ser esa veinteañera que recitaba poesía en el estrado de la iglesia de St. Mark. Así, entre la anticipación y un sutil nerviosismo que se fue revirtiendo conforme avanzaba la canción, llegó el turno de “For What It’s Worth”, el clásico de Buffalo Springfield, y aprovechó el contexto para referirse a la candente problemática respecto del control de armas en su país.
Si no fuese porque la melancolía no es lo suyo, o al menos no en la manera tradicional, “End of the World” hubiese invitado a la tristeza. Sí, la escribió en memoria de su esposo, con quien casualmente ese día cumpliría otro aniversario de bodas; pero para ella, la celebración de la vida siempre gana la pulseada. La troupe que la secundó estuvo integrada por el sempiterno Tony Shanahan alternando guitarra, piano y bajo, y un combo local compuesto por Patricio Villarejo y Matías Sagreras en cello y órgano respectivamente, formato que terminó de completarse al momento de “Beneath the Southern Cross”, con Jimmy Rip aportando su cuota eléctrica. “¡Somos gente libre!”, gritó Patti sobre el final, mientras empuñaba el pañuelo verde a favor del aborto legal, que la acompañó desde un comienzo y a esa altura estaba atado en su puño izquierdo. Sus gritos fueron devorados por una catarata de aplausos. Hubo revancha para “A Hard Rain’s A-Gonna Fall”, de su gran amigo Bob Dylan, esta vez con letra en mano, y el auditorio se transformó en una suerte de coro góspel. La conmovedora versión de “Perfect Day” sí que provocó un nudo en la garganta, incluso a la misma Patti. Acto seguido, el ruido y la furia de la mano de “Pissing In A River”. Sin dudas, el momento más visceral y glorioso de la noche.
Su mención del Ministro de Cultura entre los agradecimientos desató un abucheo generalizado (espíritu que se correspondió con la acalorada entonación del hit del verano, #MMLPQTP, que tuvo lugar minutos antes del show) pero enseguida remató: “Sé que hay muchas cosas por las que están peleando; nosotros también en mi país. No podemos abandonar nuestra pelea, debemos pelear.”
“Because the Night” la encontró bendiciendo con escupitajos el piso inmaculado del escenario, pero no se trató de un simulacro punk por los viejos tiempos, sino de un gesto radical; otra reafirmación de su rebelión contra la mediocridad. Y costó entender que se trataba de una versión menos rockera que la original, porque ganaba el deseo de agitar, pero la magia no se rompió. “Esta canción la escribí para mi novio en 1978, quien fue mi marido y tuvimos dos hijos Jackson y Jesse, y siempre que canto la canción pienso en ‘mi novio’”, dijo, para terminar de derretirnos a todos.
Hubiese sido más épica una despedida con “Gloria” o “Horses” en clave CBGB, pero era tal la pattimanía, que la ausencia de esas piezas clave tardó en sentirse y el fervor estalló igual para el bis con “People Have the Power”. El público finalmente abandonó sus asientos para amontonarse abajo del escenario, como queriendo dilatar la partida de la heroína. Y es que sí; doce años es mucho tiempo. Quizás sea eso lo único que no pueda perdonársele a Patti, y por eso al salir hubo que pellizcarse; por si había sido un sueño. Por suerte fue real, tan real como ella misma.
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Foto principal: Rolando Velazquez.