Cuando se publicó el lineup de la décima edición del Lollapalooza Argentina a mediados del año pasado, la más grande sorpresa de la grilla fue Tool. No por el hecho de que se presentasen en un evento como este, ya que tienen un amplio historial tocando en el festival de Perry Farrell, sino porque, después de más de tres largas décadas, finalmente le darían al público argentino la alegría de tocar en su propio suelo por primera vez. Anoche, ese día llegó, y la espera valió cada segundo.
Quien conoce a Tool sabe que es una banda especial y no apta para cualquiera, al menos en una primera escucha. Catalogarla bajo la etiqueta de “metal progresivo” es un acto injusto y reduccionista para un proyecto tan complejo y expansivo como el de los californianos. Son esos mismos factores -la sofisticación y el misticismo que orbitan alrededor de su identidad sonora, visual y filosófica- los que convierten al conjunto de Los Ángeles en un monstruo lovecraftiano que requiere tiempo para decantar, asimilar y valorar en toda su dimensión.

Es por esa razón que el debut de Tool en país se articuló bajo dos ejes centrales: el primero, la concreción de su vínculo con los fanáticos argentinos de antaño; y el segundo, la carta de presentación ante una audiencia aún más grande, que se amontonó, curiosa, ante el murmullo y los rumores de que algo grande estaba por suceder. Sin embargo, Tool lo hizo a su manera, y esa manera fue romper con todos los cuadernos sobre lo que una banda debe hacer y ser en un festival masivo como lo es Lollapalooza. Para ello el grupo impuso sus propias reglas pero con una idea clara e inquebrantable: primero la música, después el resto.
Casi todo en el show de Tool fue en contra de la lógica festivalera y fue precisamente eso lo que hizo que su presentación en el Hipódromo de San Isidro se sintiera como un show enteramente propio. Desde un set conformado únicamente por nueve canciones (larguísimas, por supuesto) y el hecho de que tocaran segundo uno de sus temas más populares, hasta vender una litografía autografiada por medio millón de pesos o permitir la transmisión del show por streaming, siempre y cuando pudieran hacerse cargo de la dirección de cámaras. Una decisión, cuanto menos, llamativa. Fue por eso que solo se mostró un plano general del escenario. De nuevo: la música por delante de todo. El resto es secundario.

El cuarteto conformado por Maynard James Keenan, Adam Jones, Justin Chancellor y Danny Carey funciona como una máquina precisa y perfectamente sincronizada. Hay una química esencial en la manera en que el grupo se desenvuelve sobre el escenario y que, más allá de sus virtudes individuales, se nutre del camino recorrido. La experiencia se percibe en cada acorde sostenido y en cada pausa. Esto quedó demostrado desde la primera canción de su setlist, “Stinkfist”, cuando un halo denso y espectral envolvió el escenario Samsung. A partir de ese momento, comenzó un ritual irrefrenable marcado por la psicodelia y el trance colectivo.
“¡Olé, olé, olé! ¡Hola! ¡Nice to meet you!”, fueron las primeras y casi únicas palabras de Maynard en la noche. Durante todo el show, el cantante permaneció prácticamente invisible entre las penumbras del escenario, alineado con la batería. Desde lejos, apenas se distinguían los picos de su cresta multicolor. En las pantallas, ni él ni sus compañeros aparecieron; en su lugar, se proyectaron visuales lisérgicas, surrealistas y esotéricas, generando una experiencia envolvente que fusionó psicodelia, terror, sci-fi y delirio. A esto se sumaron efectos estroboscópicos, patrones fractales, representaciones de estados alterados de conciencia y el ya clásico heptagrama, omnipresente en todas las animaciones. Un portal irresistible a lo místico sin retorno.
Como todo gran ritual, el show de Tool requiere su tiempo y sigue un proceso. Si en los primeros minutos aún quedaba público sin haberse sumergido por completo en el éxtasis, “The Pot” fue el anzuelo perfecto. Cada muteo de la guitarra de Jones parecía un rayo crujiendo contra el suelo: pesado, eléctrico, aplastante. La base rítmica a cargo de Carey y Chancellor no se quedó atrás; en tándem, funcionaron como un martillo hidráulico incontrolable, golpeando con una fuerza arrolladora sacundiendo los cimientos del escenario. En conjunto son un vendaval contenido.
El resto del espectáculo se configuró bajo la misma línea conceptual y musical, adentrándose cada vez más en una espiral hacia el inframundo. La banda continuó su presentación con la imbatible y etérea “Fear Inoculum”, el envite caótico de “Rosetta Stoned”, el bálsamo divino de “Pneuma”, las fricciones abrasivas de “The Grudge” y el bacanal de riffs dentellados y grooveros de “Jambi”. La música de Tool se caracteriza por una tensión constante, como una soga que se estira al límite pero que nunca cede. Su instrumentación desafía cualquier patrón predecible; es todo lo contrario: no hay breakdowns en lugares comunes, ni estallidos distorsionados en momentos esperados. El clímax de cada presentación se despliega con meticulosa precisión, extendiéndose a lo largo del espectáculo con un sonido pulido, nítido y envolvente en partes iguales.
El final del show fue la apoteosis del rito. “Invincible” y “Vicarious” fueron las elegidas para cerrar la noche, además de cumplir una promesa que enalteció aún más la grandeza de la banda. “We will be back”, anunció Maynard, sembrando una ovación colectiva que retumbó en cada rincón del Hipódromo. Tool estuvo a la altura de las expectativas y las superó con creces, trascendiendo el marco del festival “cool” para hacer lo suyo, sin rendir cuentas a nadie. Después de 30 años, la banda finalmente llegó a Argentina con un debut memorable, ofreciendo uno de los shows más destacados tanto de la jornada como de toda la edición del festival. Lejos de las luces y superficialidades, solo la música como protagonista absoluto.